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Editorial 1 de octubre de 2019

La disolución del Congreso de la República por parte del presidente Martín Vizcarra es una decisión drástica, y, al mismo tiempo, una salida inevitable a la crisis política por la que atraviesa el país. El nivel de degradación moral expresado en los actos de la mayoría parlamentaria, aunado a su desdén por las maneras democráticas elementales, ha devenido una amenaza para la institucionalidad, el Estado de Derecho y el combate a la corrupción. La decisión del Presidente de la República es, así, la consecuencia, y no la causa, de una crisis generada por quienes controlan el Congreso.

Desde el punto de vista jurídico, hay que señalar que la disolución del Congreso por el Presidente está autorizada por la Constitución Política bajo ciertas condiciones, a saber, la negación de la confianza del Congreso a dos gabinetes ministeriales. Para discernir adecuadamente esta cuestión hay que observar con atención la conducta del Congreso. Y lo que se aprecia es que, incluso cuando este ha aprobado una cuestión de confianza, como sucedió en junio de este año sobre la reforma política, enseguida ha desmentido con sus actos esa aprobación. En los hechos últimos –la cuestión de confianza sobre la elección de miembros del Tribunal Constitucional— la figura no ha sido distinta: el Congreso obstaculizó la presentación de la cuestión de confianza, procedió a elegir a un miembro de aquel Tribunal y sólo una vez consumado el acto admitió el debate de esa cuestión. Así, si el Congreso buscó presentarse como cumplidor de la formalidad y desactivar el fundamento legal para su cierre, en cada uno de sus actos ha traicionado el espíritu de la norma. Frente a esos hechos, resulta claro que la disolución del Congreso decidida por el Presidente se ajusta al sentido y el espíritu de la Constitución y está conforme con la racionalidad jurídica que subyace a la figura de disolución del Congreso ahí contemplada.

Pero si es importante el fundamento constitucional de esta disolución, es igualmente relevante resaltar la descomposición política, institucional y moral a la que el Congreso ha estado arrastrando al país. Desde el 2016 la mayoría parlamentaria ha obstruido las investigaciones contra la corrupción, ha abusado de la figura de inmunidad parlamentaria con el objetivo de lograr impunidad para sus miembros y aliados, ha maniobrado para rebajar las imputaciones a acusados de graves delitos de corrupción y ha intentado controlar instituciones clave como el Tribunal Constitucional mediante procedimientos cuestionables.

La disolución del Congreso no es una medida trivial y es innegable que representa un reto para la ansiada estabilidad institucional del país. Pero ella es constitucional y, políticamente, es preferible a una continua degradación de nuestras instituciones por aquellos que fueron elegidos para defenderlas y dirigirlas. El llamado inmediato a elecciones legislativas es un gesto positivo que reafirma la senda constitucional adoptada. En estas circunstancias, finalmente, es indispensable recordar que los problemas de nuestra democracia, si bien deben ser examinados siempre a la luz de la racionalidad jurídica, no se agotan ahí. Enfrentamos la necesidad de una profunda recomposición política y moral y hay que esperar que el paso dado sea, también, un primer avance en esa dirección.


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