Por: Juan Takehara Mori
En todo el mundo los sistemas de salud buscan reducir la expansión del coronavirus en la población. La respuesta de los gobiernos ha sido, en muchos casos, la restricción de actividades tanto comerciales como laborales, periodos de cuarentena y un permanente distanciamiento social. Esto ha incidido en el aumento del desempleo. Entre los más afectados se encuentran las personas con discapacidad, quienes se hallan expuestas a un mayor daño, sobre todo en los países que no cuentan con políticas públicas suficientes para eliminar las barreras y generar mayor inclusión social y laboral. Conversamos con Pamela Molina, especialista en discapacidad de la Organización de los Estados Americanos (OEA), para comprender la actual situación de este grupo vulnerable frente a los efectos de la crisis sanitaria.
Si en circunstancias habituales las personas con discapacidad enfrentan discriminación de distintos tipos ¿cómo se ha agravado esto por la pandemia?
La pandemia está acentuando y agravando la discriminación estructural preexistente porque los Estados están respondiendo en sus políticas públicas de la misma manera como lo han hecho siempre: reproduciendo las mismas desigualdades. Situaciones de emergencia como ésta, inéditas en la historia, deberían ser enfrentadas, por el contrario, como una oportunidad para innovar y generar respuestas que generen transformaciones sistémicas hacia la inclusión. En el caso de la discapacidad, esta es una situación históricamente invisibilizada en el espacio público. Lo normal es esconder en sus casas a las personas con corporalidades diversas, o fingir que no existen, o relegarlas a un espacio de caridad pública y privada. Eso lo aprendemos desde la infancia. Entonces, frente a una pandemia, este es uno de los colectivos en el que menos se piensa en términos de respuesta que los proteja y atienda. Por el contrario, ellas entran dentro de protocolos de triaje para ser postergadas en la atención de salud por considerarse que tienen peores prognosis de sobrevivencia.
La respuesta normal e histórica en materia de políticas públicas en discapacidad es y ha sido “dejarlo para después”, para cuando haya presupuesto, para cuando “estemos preparados”, para cuando “se den las condiciones”. Y con la pandemia no ha habido ninguna diferencia. Como consecuencia, las personas con discapacidad, que sabemos se encuentran dentro de los grupos de más alto riesgo de contraer la infección y morir, entran en las políticas de triaje para la atención de salud y son olvidadas en las repuestas de prevención, de control y mitigación, y de reconstrucción pospandemia. Como lo natural es relegarlas al ámbito privado como carga improductiva, se asume a priori que las familias son las responsables de responder por ellas y atenderlas, con todos los costos sociales que esto implica también. Y esto sigue siendo así aún a pesar de los marcos interamericanos e internacionales en derechos de las personas con discapacidad. Por ejemplo, muchas de las medidas de prevención del COVID-19 prácticamente no son posibles de cumplir por muchas personas con discapacidad: la distancia social (se necesitan asistentes personales incluso para algo tan fácil como lavarse las manos); el desplazamiento o la comunicación con los centros de salud para el correcto diagnóstico y tratamiento; el uso de guantes o evitar tocar superficies, cuando se trata de personas ciegas y sordo-ciegas; las cuarentenas o toques de queda, que les impiden contar con sus asistentes personales, que en muchos casos son como el aire que respiran para las personas con discapacidad, entre otras muchas cosas. Hay también muchas personas con discapacidad institucionalizadas en centros de salud mental y que no tienen ningún control para decidir sobre sus cuerpos, su movilidad y su seguridad personal. Las comunicaciones públicas en muchos países son inaccesibles para personas sordas. Bajo un paradigma capacitista, colonialista – el colonialismo no es solamente sobre un territorio, sino sobre la lengua, la cultura, las construcciones simbólicas, la identidad política, etc- y subvalorativo de la persona con discapacidad se asume como natural que no vivimos solas, que dependemos de familiares, que las familias se harán cargo. Cuando queremos ir al hospital, se nos niega la atención si venimos solas. Se nos priva entonces del derecho a la privacidad y a la autonomía. A las personas sordas se les prohíbe usar los celulares. Y suma y sigue…. Mientras no seamos capaces de cuestionar y romper las estructuras de exclusión y la naturalización de la desigualdad basada en la diversidad corporal, y continuemos invisibilizándola, las brechas no disminuirán, sino que continuarán agravándose.
Durante estos meses hemos observado diversas propuestas en el mundo que ayudarían a mejorar la comunicación, por ejemplo, el diseño de mascarillas transparentes para personas sordas. ¿Qué propuestas y alternativas observa que se puedan implementar en Latinoamérica?
La defensa de la mascarilla transparente no puede hacerse solamente bajo el argumento de que «así las personas sordas pueden leer tus labios», porque es un argumento basado en una visión «audista» u «oyentista» de las necesidades de inclusión de las personas sordas en una sociedad mayoritariamente oyente. No todas las personas sordas leen los labios. Hay muchas personas sordas cuya única forma de comunicación es la lengua de señas. Coincidentemente, estas personas que son fundamentalmente usuarias y nativas de la lengua de señas y de una comunicación esencialmente visual, no oral ni auditiva, son también personas sordas de familias pobres, rurales, de comunidades indígenas o afrodescendientes, con menos acceso a las oportunidades y los beneficios de las políticas públicas estandarizadas.
Yo estoy a favor de universalizar el uso de mascarillas transparentes durante la pandemia, pero estoy en contra de que el argumento que se use para defenderla sea que las personas sordas tienen que leer los labios. ¿Por qué las personas oyentes, especialmente aquellas de servicios públicos, no aprenden y usan la lengua de señas, en vez de echar toda la responsabilidad de la inclusión sobre los hombros y el esfuerzo de la propia persona sorda? Personas sordas nativas de la lengua de señas han demostrado que se pueden comunicar con personas que usan mascarillas no transparentes, cuando éstas usan también la lengua de señas. Pero la sociedad oyente históricamente ha forzado a las personas sordas a «adaptarse» a la lengua de la mayoría, imponiéndole una modalidad de comunicación llamada «oralismo», que implica forzar la lectura labial y la emisión de voz por las cuerdas vocales, lo cual no es lo natural para una persona que nació sorda. Eso es lo que se llama “audismo” u “oyentismo”.
«Perú ha sido uno de los primeros países de la región en lograr una reforma sustantiva del Código Civil, que elimina totalmente la figura legal de la interdicción por causa de discapacidad, reconociendo el derecho de las personas con discapacidad, cualquiera sea su diagnóstico, a tomar decisiones sobre sus vidas»
Desde esta ideología, se piensa que transformarse en lo más parecido a una persona oyente e invisibilizar la diferencia es la única manera de convertirse en ciudadanas y ciudadanos felices, productivos y exitosos. Es decir, es una ideología que oprime y anula la diferencia, que piensa que ser persona sorda está mal, que hay algo que «arreglar» en nosotros. Desde esa perspectiva, «lo correcto» para una persona sorda es parecerse a una persona oyente, a través de la lectura labial y el uso de su voz. Y dentro de este esquema cae la defensa de la mascarilla transparente para «que lean los labios». Lo que hay que «arreglar», en realidad, es una sociedad que cree en el mito de una humanidad homogénea y uniforme y que en la uniformidad está la felicidad, que impone la privación de la lengua a una comunidad eminentemente visual, condenándola a una brecha de desigualdad que se agrandará a lo largo de toda su vida.
En resumen, yo sí creo que masificar el uso de mascarillas transparentes sería útil, si se asume como política general y bajo las mismas medidas sanitarias para todas las mascarillas, porque la lengua de señas tiene una gramática visual-gestual y espacial, donde la expresión facial también forma parte de esa gramática. Masificar un tipo de mascarilla transparente beneficiaría tanto a las personas sordas como a las personas oyentes que podrían preferir lucir su lápiz labial o sus bigotes. Usemos la mascarilla transparente, pero usémosla todas las personas, no unas pocas, hagámoslas accesibles y asequibles para todas las personas en igualdad de condiciones, y hagámoslo por los motivos correctos, sin usar esa mascarilla como excusa para no incluir intérpretes de lengua de señas y usuarios de la lengua de señas en los hospitales, clínicas, salas de emergencias, escuelas, lugares de atención de público, comunicaciones públicas, digitales, y lugares de trabajo.
¿Qué otras tecnologías podrían trabajarse América Latina?
Hay muchas y diversas. Ya están circulando, no sólo en el ámbito de la comunicación, pero por desconocimiento, costos, y ausencia de políticas públicas que las sustenten no llegan a nuestra región. Lo primero que quisiera enfatizar en este punto es que yo creo que el fin último de la tecnología debe ser la autonomía y la independencia humanas. Ese debe ser también el fin último de los llamados “ajustes razonables”, así como las políticas de asistencia personal y asistencia en la toma de decisiones. Hay ya aplicaciones que permiten describir por voz los entornos físicos circundantes para las personas ciegas, aplicaciones que pueden traducir la voz a palabra escrita, que están siendo cada vez más efectivos y con menos errores, existe en USA y en Europa la tecnología del video-teléfono, que opera con un sistema de interpretación en lengua de señas remota a través de internet las 24 horas del día -y que a mí, personalmente, me ha cambiado la vida en 180 grados, por la independencia que me da para resolver todos mis asuntos sola, sin dependencia de personas oyentes-; los servicios de atención de público por chat 24 horas (en la web o en WhatsApp); servicios de transcripción en tiempo real por satélite o en persona; la inteligencia artificial con los drones y robots que pueden permitir operar aparatos domésticos y facilitar el desplazamiento de personas con discapacidad física, entre otras cosas; equipos de alarmas visuales en vez de auditivas (timbres, emergencias, llanto de bebés, etc.); equipos de alarmas sonoras en vez de visuales, etc. Lo importante es que debemos, primero, socializar su existencia, y por otra parte, generar iniciativas de cooperación público-privadas que permitan traerlas a la región, masificarlas y hacerlas accesibles, asequibles y usables.
«El concepto de discapacidad no tiene absolutamente nada que ver con el diagnóstico médico de la persona, al igual que el concepto de género no tiene que ver con la biología de la mujer o la ginecología, ni el tema del racismo con la dermatología»
Así como el teletrabajo ayuda a mucha gente a mantenerse en sus puestos laborales o la teleeducación a que los jóvenes puedan continuar estudiando, hay todavía muchas personas con discapacidad que requieren otro tipo de tecnología e interactividad. ¿Qué tanto se han preocupado el sector privado y estatal de cubrir esta necesidad?
La omisión aquí tiene su causa raíz en la invisibilidad impuesta sobre las personas con discapacidad como ciudadanas, como participantes activas de la sociedad. Se sigue presuponiendo que estamos encerradas en nuestras casas dependiendo de nuestras familias. Por ejemplo, las iniciativas de teleeducación, como el “Aprendo en Casa”, inicialmente no eran accesibles para personas sordas. No tenían ni subtítulos ni interpretación en lengua de señas. No incluyen aún docentes que sean personas sordas, usuarias nativas de la lengua de señas del país. Como si las personas sordas no fueran estudiantes. Tampoco han incluido planes para estudiantes con autismo y con discapacidad intelectual dentro del currículo general de la teleeducación. Y ¿qué decir cuando se trata de estudiantes universitarios? La accesibilidad en estas iniciativas debería ser pensada desde el inicio, desde el diseño mismo, y de manera transversal. Así se ahorrarían, además, costos financieros, humanos y sociales. Pero como las personas con discapacidad son invisibilizadas, las iniciativas del sector público y privado no piensan en incluirlas. Lo que no se ve, no existe. Las respuestas en políticas públicas siguen olvidándoles, y la omisión es un tipo de violencia sistémica. Es un tipo de opresión naturalizado. Se hace necesario promover políticas públicas desde los Estados, que convoquen y estimulen la cooperación multisectorial para generar respuestas inclusivas, con enfoque transversal e interseccional (las múltiples identidades que hay en cada ciudadano y ciudadana) de manera simultánea ante la pandemia y sus consecuencias.
En anteriores entrevistas usted indica que debe entenderse que la discapacidad es una construcción social, similar al concepto de género. ¿podría desarrollar este análisis?
El concepto de discapacidad no tiene absolutamente nada que ver con el diagnóstico médico de la persona, al igual que el concepto de género no tiene que ver con la biología de la mujer o la ginecología, ni el tema del racismo con la dermatología. De la misma manera, el concepto de discapacidad tampoco tiene nada que ver con la capacidad humana. Es una construcción social, político-ideológica, creada para nombrar, para categorizar una corporalidad diversa, que no encaja en los estándares coloniales de la tan sobrevalorada “normalidad”. El mismo concepto de “normalidad” es también socialmente construido, para perpetuar una ilusión de homogeneidad humana, un supuesto “orden” y “valor” natural de las cosas y personas; una estructura de privilegios asentada desde los orígenes de la sociedad capitalista, que naturaliza ciertos roles y posiciones sociales que justamente en realidad no son naturales. Con la discapacidad y el género se naturalizan roles y posiciones subordinadas en la sociedad sobre la base de la diversidad de los cuerpos. En el caso nuestro, nuestros cuerpos, racionalidades y maneras de comprender, sentir, comportarnos o expresarnos diversas son etiquetadas por su misma diversidad, por salirse de la “norma”, como de menor valor, improductivas, incapaces, peligrosas, débiles, enfermas, inútiles, dependientes, asexuadas, de infantes permanentes. Se quiere definir por nosotros qué podemos y qué no podemos hacer en el ámbito laboral, por ejemplo, o incluso en el ámbito político y ciudadano, y se nos encaja en cierto tipo de trabajos y espacios sociales, excluyéndonos de otros, en razón de nuestros cuerpos y diagnósticos. ¿Lo mismo ocurre con las mujeres y personas de género no normativo o no binario, cuerpos e identidades diversos a los que se les imponen roles de cuidado, de crianza, de organización del hogar, de subordinación a una autoridad patriarcal, de menor valor o desviación de la norma, segregándolas al ámbito privado, excluyéndoles de la toma de decisiones -cuántos años pasaron antes que se le reconociera a la mujer el derecho a voto? ¿Y el derecho a estudiar en las escuelas de la mayoría a las personas afrodescendientes? ¿No es similar a esto la situación actual de las personas con discapacidad? Además, se les asignan categorizaciones valóricas que no tienen ninguna relación con la persona misma, pero que operan como adjetivaciones sustentadas inconscientemente por el paradigma ideológico impuesto como “definición natural” a la diversidad corporal: corrupción, promiscuidad, locura, desviación, agresión, debilidad, infantilización. En resumen, no existe la discapacidad como una “condición natural”, ni como adjetivo ni sustantivo de una persona por muy diversa que esta sea. Lo que en realidad existe es la “discapacitación” de seres humanos en base a su diferencia o su diagnóstico médico. Como ha existido la racialización de colectivos enteros por la pigmentación de su piel, porque en realidad la diferencia “racial” es un mito. Son construcciones sociales, políticas e ideológicas. De la misma manera como ha existido una pseudo naturalización de roles de género que no existen ni se justifican por la diversidad corporal, sexual, o de identidad de género. Desde estas construcciones político-ideológicas surgen también lo que yo he llamado los “ismos” culturales que oprimen y segregan, y que son parte de una lógica estructural común de discriminación: el machismo, el capacitismo, el audismo, el sexismo, el edadismo, el racismo, el heterosexismo, etc. Distintas manifestaciones de una misma lógica común de discriminación basada en el rechazo de los cuerpos diversos.
Desde la Secretaría de Acceso a Derechos y Equidad, ¿cómo analizan los problemas de inclusión en el Perú?
Creo que ha habido avances significativos en políticas públicas inclusivas en Perú en los últimos años, hasta el punto de ir a la vanguardia en el tema respecto a otros países del Sur. Por ejemplo, Perú ha sido uno de los primeros países de la región en lograr una reforma sustantiva del Código Civil, que elimina totalmente la figura legal de la interdicción por causa de discapacidad, reconociendo el derecho de las personas con discapacidad, cualquiera sea su diagnóstico, a tomar decisiones sobre sus vidas. Perú ha estado trabajando muy de la mano con nuestra Secretaría en todo lo que se refiere a derechos de las personas con discapacidad. Apoyamos el trabajo de la mesa que se creó para la reforma del Código Civil, apoyamos con asesoría técnica la elaboración del reglamento de dicha reforma; y hemos apoyado tanto al CONADIS como al Ministerio de Educación en leyes y políticas de inclusión educativa y de eliminación de la discriminación por discapacidad. Esto, porque estas instancias nos invitan y nos piden dicho apoyo, lo que demuestra la apertura de autoridades y técnicos gubernamentales del Perú por mejorar los niveles de inclusión social y ejercicio de derechos, desde las políticas públicas, de este colectivo. Desde el parlamento también hemos recibido el mismo interés y compromiso. También hemos trabajado de la mano con la Defensoría del Pueblo del Perú, que tiene documentos investigativos muy valiosos en temas de educación inclusiva, por ejemplo. Otra iniciativa pionera del Perú ha sido el reconocimiento legal de la lengua de señas peruana, y el reglamento para su implementación en educación, así como iniciativas de respuesta inclusiva ante la emergencia del COVID-19, tales como las llamadas por WhatsApp para personas sordas, y la inclusión de intérpretes de lengua de señas en los programas de teleducación (Aprendo en Casa). Varias de esas iniciativas las mencionamos como buenas prácticas en la Guía Regional de Respuestas Inclusivas y con Enfoque de Derechos ante la pandemia del COVID-19 en las Américas, que publicamos en abril de este año. Con todo, por supuesto que todavía queda mucho por hacer, y desafíos que resolver. Perú está invirtiendo aún recursos financieros en sistemas segregados de educación que contradicen sus políticas de inclusión educativa. Falta fiscalización y presupuesto asignado para esta última, a fin de evitar que los costos de la inclusión los tenga que asumir la persona y su familia. Se hace necesario también fortalecer más un trabajo colaborativo y proactivo entre la sociedad civil de personas con discapacidad y las autoridades en los procesos de toma de decisiones. Y definir una entidad independiente que pudiera asumir el rol de monitoreo nacional según el artículo 33.b de la Convención de Naciones Unidas por los Derechos de las Personas con Discapacidad. Esto, entre otras cosas. Pero vemos al Perú avanzando, con iniciativas innovadoras y con una voluntad política de generar mayor inclusión, que es lo más importante de todo. Espero que podamos continuar este trabajo colaborativo desde la Secretaría con el gobierno del Perú que ya venimos desarrollando, hasta que cumplamos juntos el ideal que nos motiva: que la inclusión y los derechos de las personas con discapacidad se hagan costumbre.
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