La noticia ha sido estremecedora: más de ciento ochenta mil personas fallecidas como consecuencia de la pandemia de Covid-19. La cifra por sí misma es dolorosa y apabullante, pero también son impactantes los números relativos y las proporciones derivadas. El resultado de este conteo casi triplica la estimación oficial, que bordeaba los 68 mil decesos por la misma causa. Además, queda en evidencia que el Perú es uno de los países con más alto número de muertes por Covid-19 per cápita en todo el mundo.
Estas evidencias deben ser tratadas responsablemente. Es decir, con seriedad, con rigor y, desde luego, con inquietud por lo que significan para la salud pública y, en general, para el valor de la vida humana en nuestro país, pero al mismo tiempo sin demagogia y estridencias motivadas por un ánimo insano de aprovechamiento político.
Hay que reconocer, en primer lugar, que el desbalance entre el registro oficial y la situación real no es exclusivo del Perú. Se trata de un fenómeno mundial, que además resulta previsible en situaciones de crisis como la actual. Hay que examinar críticamente, desde luego, las causas por las que el subregistro es tan pronunciado en el país. Pero eso no significa alentar, sin mayor evidencia de por medio, hipótesis de ocultamiento y manipulación. Se trata, sobre todo, de ver la forma de mantener las cifras actualizadas y de ver la forma en que ellas nos pueden ayudar, también, para afinar la política de contención y alivio de la pandemia.
Del mismo modo, es evidente que el manejo de la pandemia ha adolecido de yerros y omisiones. Es cierto que, como se advirtió desde el inicio, los severos déficits de infraestructura y, en general, de servicios sociales, y la condición de vulnerabilidad extendida a diversos grupos humanos, iban a hacer muy difícil la lucha contra la pandemia en el país. Los fallos históricos, estructurales, de nuestro Estado y nuestra sociedad, que muchos se niegan a reconocer, tenían que ser un obstáculo para el éxito aun de las mejores políticas. Y, sin embargo, también hay que reconocer que, más allá del contexto histórico, ha habido errores que deben ser detectados y analizados. Eso no excluye, por cierto, la determinación de responsabilidades políticas e incluso legales si hubiera bases para ello.
«La cifra de ciento ochenta mil personas fallecidas es estremecedora. Debe ser, también, una cifra que infunda respeto: respeto por la memoria de los peruanos fallecidos y por el dolor de sus familiares; respeto por el valor de la vida y de la dignidad humana.»
Pero, una vez más, todo ello debe ser realizado con la máxima responsabilidad, es decir, con espíritu crítico, con rigor, con transparencia y con imparcialidad. Lo contrario a eso es el aprovechamiento político de la crisis, una actitud que tampoco ha estado ausente en estos meses, incluso bajo la forma de sabotaje a las políticas de gobierno por medio de infundios y campañas de desinformación sobre las medidas sanitarias, incluyendo la vacunación.
De más está hacer notar –y esta debería ser una nota de preocupación, pero también un llamado a corregir rumbos—que, aunque la contención de la pandemia debe ser una prioridad nacional, no se han oído propuestas serias al respecto en el curso de esta campaña para la elección presidencial. En el último debate se han efectuado propuestas y promesas al desgaire, pero que no se ven integradas previamente en un esquema de política pública debidamente pensado y planificado.
La cifra de ciento ochenta mil personas fallecidas, como dijimos, es estremecedora. Debe ser, también, una cifra que infunda respeto: respeto por la memoria de los peruanos fallecidos y por el dolor de sus familiares; respeto por el valor de la vida y de la dignidad humana. Y ese respeto debe traducirse en responsabilidad no solo frente a la crisis sanitaria actual sino, más ampliamente, ante la situación de marginación y vulnerabilidad y denegación de derechos que todavía asedia a una enorme proporción de los habitantes del país.
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