Como era previsible, el clima de confrontación entre instituciones que caracterizó al periodo 2016-2021 se ha mantenido prácticamente sin variaciones en el inicio del nuevo periodo gubernamental y legislativo. La renuncia del ministro de Relaciones Exteriores, Héctor Béjar, aparece como el episodio más concreto de esa confrontación a la fecha. No es difícil suponer que estas fricciones y la consiguiente inestabilidad continuarán en las semanas y meses próximos.
Si bien se puede hablar de un antagonismo institucional, tal vez valga la pena precisar que la clave de ese antagonismo está justamente, en parte, en el escaso contenido institucional de la política peruana. Un rasgo de la política nacional que se ha agravado al compás de la desaparición de los partidos políticos es, en efecto, la falta de conciencia institucional de los personajes que van accediendo lustro tras lustro a los más altos cargos públicos. Se podría decir que, teniendo como precedente ominoso al Congreso 2016-21 en sus dos fases, este año se ha llegado a una suerte de crisis terminal a ese respecto. Ni congresistas ni autoridades del Ejecutivo están imbuidas de las formas, tradiciones o reglas no escritas del ejercicio de la función pública, ni las aprecian. Cuando el único límite para una conducta política son la ley y el reglamento, es decir, la norma escrita, no se puede esperar de los actores políticos una conducta leal al sistema, en lo que este tiene de interés público. Así, los choques que hemos visto en los últimos cinco años y los que empezamos a ver ahora responden en parte a la siempre mentada polarización –es decir, a la oposición extrema de intereses y valores–, pero también, en parte, a la nula actitud institucional de los protagonistas. Y esto a su vez se debe a un rechazo explícito de las formas democráticas, o al desconocimiento de estas, o a una combinación de ambos factores.
«Siendo indiscutible que el partido ganador de las elecciones tiene derecho a armar un equipo de gobierno en sus términos, también es verdad que la gobernanza democrática no se agota en ese derecho, sino que también requiere algunos valores como la ecuanimidad y la liberalidad en el ejercicio del poder.»
Esto ha sido visto, en concreto, de un lado, en la conformación del gabinete ministerial y en los primeros nombramientos en el aparato estatal con un criterio unilateral y exclusivamente partidario y con un ánimo de copamiento de puestos públicos. Siendo indiscutible que el partido ganador de las elecciones tiene derecho a armar un equipo de gobierno en sus términos, también es verdad que la gobernanza democrática no se agota en ese derecho, sino que también requiere algunos valores como la ecuanimidad y la liberalidad en el ejercicio del poder. De otro lado, se puede decir exactamente lo mismo sobre el comportamiento de la oposición en el Congreso en la distribución de presidencias de comisiones. El mismo espíritu de exclusión y de copamiento ha prevalecido ahí. Con ello ambos poderes anuncian al país que todo lo que tienen para ofrecerle en el futuro inmediato es enfrentamiento. Por lo demás, el hecho de que el gobierno y el Congreso hayan nombrado para muchos puestos a personas que evidentemente carecen de las competencias necesarias subraya la escasa importancia que ambos otorgan al interés público.
En estas circunstancias, es improbable que el país pueda encontrar respuestas a las necesidades más apremiantes de hoy, como son la lucha contra la pandemia o la reactivación económica. Más difícil aun será llevar adelante una agenda progresiva en derechos humanos. A la sociedad peruana solamente parece quedarle la opción de defender lo avanzado hasta ahora en esas materias, frente a las cuales hay hostilidad tanto en el gobierno como en el Congreso.
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