Hoy se cumplen treinta y ocho años desde la masacre de Uchuraccay. Los hechos apenas si necesitan ser mencionados, pues se trata de uno de los episodios más recordados del periodo de la violencia armada: ocho periodistas, un guía y un comunero asesinados por los miembros de aquella comunidad de la provincia de Huanta, Ayacucho. Menos alojado en la memoria colectiva está lo que vino en los meses siguientes: ciento treinta y cinco comuneros ucharaccaínos asesinados por Sendero Luminoso y por las fuerzas armadas y, finalmente, la desaparición de la comunidad por la huida de las familias sobrevivientes.
Es imperativo recordar Uchuraccay, no solo por las víctimas sino también porque el caso es fuente de lecciones que todavía no se termina de asimilar. Se podría decir que las fracturas nacionales que la masacre de Uchuraccay evidenció de la manera más brutal siguen vigentes y gravitan aún sobre el funcionamiento de la sociedad peruana, incluyendo la disfuncionalidad de su vida política.
Los hechos del 26 de enero de 1983 pusieron de relieve, en efecto, las profundas desconexiones de la sociedad y el Estado en el Perú. Más allá de las motivaciones concretas de la matanza –el temor de los comuneros a un ataque armado de Sendero Luminoso y la trágica confusión de los periodistas con senderistas—, es claro que ello fue posible por un contexto de abandono del mundo rural andino por el Estado. Hablamos de un abandono histórico, aquel que se expresa en pobreza extrema y en la privación de servicios públicos básicos educación y salud; pero hablamos, también, del abandono específico de esos años: el de un Estado que, en lugar de brindar seguridad a los ciudadanos del espacio rural, los dejaba a su suerte, los instaba a hacer justicia por su propia mano o los trataba como sospechosos y como enemigos. Esa realidad fue señalada en su momento por la comisión investigadora que presidió Mario Vargas Llosa y fue comprobada años después, junto con los hechos concretos, por la investigación de la Comisión de la Verdad y Reconciliación.
«Sería una enorme exageración decir que el Perú de 2021 es idéntico al de 1983. Y, sin embargo, quien examine la vida pública peruana de la última década tendrá que reconocer en ella fracturas muy parecidas a las de entonces: el agro peruano sigue igual de abandonado.»
Pero a esa profunda brecha se suma otra, de orden simbólico o cultural, y que atañe no solamente al Estado sino a la sociedad entera: se trata de las murallas de desconocimiento e incomprensión que separan al mundo urbano de la realidad del mundo rural e indígena. Esas murallas determinan o una negación a ver los problemas del campo desde la ciudad o una visión deformada del mundo rural, que se resuelve en exotismos y prejuicios, o, en el peor caso, una persistente actitud de racismo. Ello también estuvo presente en la imagen que los medios de comunicación y, por extensión, la sociedad peruana urbana o de clase media o situada en la modernidad material, cultivaron acerca de los comuneros de Uchuraccay.
Por otro lado, cabe recordar que los hechos del 26 de enero de 1983 dieron lugar a un juicio penal y a condenas por los asesinatos de esa fecha. Sin embargo, nunca hubo investigación ni procesos judiciales por las muertes que vinieron después. La justicia fue selectiva entonces y fue amnésica respecto de ciento treinta y cinco ciudadanos sin identidad para el Estado. Sus nombres, sus historias particulares, su ciudadanía solo fueron rescatados oficialmente cuando los comuneros, ya retornados, entregaron la lista de sus fallecidos a la Comisión de la Verdad y Reconciliación.
Sería una enorme exageración decir que el Perú de 2021 es idéntico al de 1983. Y, sin embargo, quien examine la vida pública peruana de la última década tendrá que reconocer en ella fracturas muy parecidas a las de entonces: el agro peruano sigue igual de abandonado, y hace poco nomás hemos visto los reclamos de agricultores por mejores salarios de parte de una industria boyante; no hace mucho, tampoco, un presidente de la República calificó a los habitantes de pueblos indígenas del Perú como “perros del hortelano” por defender su territorio y sus escasos medios de vida; y la acción de la justicia continúa siendo esquiva, indolente o francamente hostil a los derechos de una enorme proporción de peruanos. El año 2021 no es igual al año 1983. El Perú se ha modernizado materialmente y ha crecido económicamente de manera notoria. Pero es necesario recordar Uchuraccay, como muchos otros casos, para mantener una mirada crítica sobre todo ello. Después de todo, la pandemia de Covid-19, que desbarató rápidamente nuestro espejismo de prosperidad, ya nos recordó esta paradoja: “¿No subimos acaso para abajo?”.
Editoriales previas:
- Un statu quo ya agotado (22/12)
- Una inestabilidad sostenida (15/12)
- Día Internacional de los Derechos Humanos (08/12)
- No hay prosperidad sin derechos (01/12)
- Policía y derechos humanos (24/11)
- Recuperar la dignidad democrática (17/11)
- Descomposición legal, política y moral (10/11)
- Consensos mundiales en juego (3/11)