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Editorial 23 de marzo de 2021

El 11 de marzo de 2020 la Organización Mundial de la Salud declaró oficialmente que la propagación de una nueva enfermedad aparecida apenas tres meses atrás –Covid-19—se había convertido en una pandemia. Desde entonces, el mundo ha vivido ya un año completo bajo confinamiento en diversos grados o modalidades. Es imposible dar una cifra exacta del número de decesos por la enfermedad, pero sabemos que esta ronda los dos millones y medio de personas, mientras que el número de contagiados bordea los 90 millones. Las cifras son pavorosas. Pero hoy la humanidad mira con esperanza el proceso de vacunación, que, a pesar de problemas, desacuerdos y desigualdades, se expande por todo el globo.

En un artículo reproducido en diversos diarios, el destacado historiador Yuval Noah Harari remarca que la ciencia contemporánea ha mostrado ser capaz de responder con prontitud a retos mayúsculos como fue la aparición del coronavirus, pero que las soluciones, en el fondo, han de venir de la política. La ciencia determina rápidamente el origen del mal, lo descifra y señala las formas de contenerlo. Pero es solo desde la coordinación política de la sociedad que se puede adoptar las medidas necesarias y poner en ejecución aquello que la ciencia aconseja. Solo una buena conducción política puede poner en confinamiento a toda una sociedad equilibrando en lo posible ventajas y costos. Y si en este año hemos visto el poder de la primera, también hemos asistido a las profundas falencias de la segunda.

No es accesorio, a la hora de sopesar las fallas de la política, señalar que la pandemia surgió en un momento particular de la política internacional: cuando los principios internacionalistas, el multilateralismo y el ideal de la cooperación –herencias de la última posguerra– estaban bajo ataque por los nuevos nacionalismos. Al mismo tiempo, asistíamos a un particular auge de la mentira como instrumento de la política, una tendencia potenciada por las redes sociales digitales a la que se suele describir como el fenómeno de las fake news. La combinación de ambas tendencias, sumada a formas de irracionalismo colectivo aprovechado y promovido por nuevos líderes políticos, ha hecho más difícil lidiar con este inmenso desafío a lo largo de este año.

«Una conducción política racional, que oiga a la ciencia, que se preocupe sinceramente por dar solución a los problemas de la población, que sepa combinar el saber técnico con la convicción moral, es una política que puede salvar millones de vidas.»

Restaurar la razonabilidad en la política parece ser un proceso que tomará algunos años y muchos esfuerzos. Por otro lado, es importante remarcar los muchos aprendizajes que deja este año de prueba para la humanidad, y que serán necesarios para salir de esta grave crisis. El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo los ha sintetizado en doce lecciones “para resurgir mejor y más fuertes”. Algunas de ella son que los datos salvan vidas, que la acción global inmediata es imprescindible, que todo en el mundo está interconectado, que no todos recibimos un trato igualitario, y que lo que llamamos progreso puede ser precario.

Son lecciones o verdades aplicables no solamente a este año de crisis sanitaria, sino a muchos de los dilemas que enfrenta el mundo y que afronta cada país. Asimilar esas lecciones y darles un uso efectivo, humanitario, democrático, es tarea de la política. Una conducción política racional, que oiga a la ciencia, que se preocupe sinceramente por dar solución a los problemas de la población, que sepa combinar el saber técnico con la convicción moral, es una política que puede salvar millones de vidas. Eso deberíamos tenerlo muy presente en el Perú, ahora que estamos por elegir a quienes conducirán al país, como es de esperar, hacia la salida de este túnel de zozobra y desesperanza por el que hemos transitado durante los últimos doce meses. Son muchos los candidatos y muy pocos aquellos de quienes se puede esperar una conducta responsable a este respecto. El país se encuentra ante una muy difícil elección.


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