Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Opinión 10 de octubre de 2014

“Fundamentalismo” es una expresión que originalmente se usó para identificar a un movimiento religioso cristiano que apostaba por una lectura literalista de las Escrituras y que se mostraba intolerante con otras versiones del cristianismo. Con el paso del tiempo, esta expresión ha pasado a designar toda concepción integrista de la religión, una perspectiva que coloca al propio credo en una situación de privilegio respecto de otros cultos y que sindica a la propia moral religiosa como la única correcta y definitiva. Ocurre entonces que, frente a la propia comprensión de lo divino y de la realidad trascendente, las otras religiones se deben considerar caminos errados y espiritualmente riesgosos, al mismo tiempo que aparece el legado “secularista” y “laicista” de la modernidad como un fenómeno cultural intrínsecamente extraviado y perverso. En sus versiones más radicales –como en el caso que hoy aludimos– la endurecida doctrina religiosa se convierte en matriz y pauta de la ley, así como de la estructura política de la sociedad, y por ello debe guiar la vida íntima de sus componentes sin atenuantes ni excepciones.  

El fundamentalismo aconseja reprimir la heterodoxia y proscribe el diálogo multicultural e interreligioso, pues cualquier forma de sincretismo o de entendimiento con el error sería contaminante y pecaminoso.  Es evidente que no sólo el Islam, sino también el Judaísmo y el Cristianismo han conocido versiones fundamentalistas que distorsionan su núcleo moral y espiritual y constituyen una tentación constante para toda manera histórica de creer y de vivir. Sustituir la esperanza por una acrítica convicción, promover “conversiones” forzadas, proponer una obediencia ciega a la autoridad, proscribir la investigación y la reflexión libre, temer –y odiar-  a quien piensa diferente: todo ello son tendencias funestas que traicionan el sentido de esos movimientos que fomentan la violencia  y empobrecen espiritualmente a las personas.

Los grandes fundadores de religiones jamás predicaron el odio a la alteridad como camino de vida. Antes bien, a menudo ellos fueron directamente víctimas de sectores fundamentalistas obsesionados por erradicar la “heterodoxia” combatiendo nuevas formas de espiritualidad. Las grandes religiones constituyen sistemas de vida basados en el cuidado,  la compasión,  el amor y la preocupación por la situación de los seres más vulnerables. Las religiones del desierto promueven desde sus libros sagrados el ejercicio de la caridad, más allá de las formalidades institucionales del culto. Por ello afirmamos que quienes predican el desprecio por el otro y hacen de su muerte camino de salvación, traicionan el legado de paz que entraña el mensaje originario de la religión  la cual, como su mismo nombre lo sugiere, re-liga, vincula al hombre con la trascendencia y hace de la responsabilidad y de las acciones solidarias una obligación moral que, justamente, se halla en las antípodas de toda forma de violencia.