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Opinión 7 de septiembre de 2018

En sentido estricto, piden un mandato para realizar ciertas acciones en beneficio de la colectividad. Para ello explican lo más claramente posible lo que se proponen hacer y asumen un compromiso. Los ciudadanos que conforman el electorado sopesan esas propuestas, presencian las discusiones entre los candidatos, discuten entre ellos mismos, se forman una opinión sobre lo que mejor conviene para resolver los problemas que los aquejan, y emiten su voto.

Si el proceso se desarrolla más o menos según este modelo, el resultado no será únicamente un elenco de autoridades electas sino también una ciudadanía con una conciencia política fortalecida y una auténtica experiencia de ejercicio de los derechos fundamentales.

La competencia electoral por la alcaldía de Lima nos muestra una faz opuesta, la negación misma de esa idea constructiva y civilizada de la política. Salvo por uno o dos candidatos inevitablemente relegados al fondo de las encuestas, casi todos quienes se postulan para ser alcaldes con posibilidades de salir electos, son ineptos para el cargo por carencia de ideas o por falta de experiencia o por la naturaleza improvisada y oportunista de sus campañas o por trayectorias moral y judicialmente dudosas.

Pero aun si solo se los tuviera que evaluar por lo que dicen durante los meses de campaña, y no por sus pasados conocidos, se nos aparecerían como la negación misma de una vida política saludable.

Dos tendencias predominan en la campaña, desde este punto de vista: la evasión y la demagogia; el silencio táctico y la verborrea populista. Para mayor paradoja, las dos tendencias pueden convivir en un mismo candidato. Así, los vemos practicar un silencio irreductible cuando se trata de explicar sus propuestas con algún grado de verosimilitud. No tienen propuestas razonadas para los problemas prácticas de la ciudad. Y menos aún postulan una visión integrada, con un horizonte de futuro, para Lima. Son candidatos que hurtan al electorado la posibilidad de emitir un voto informado.

Pero, a falta de propuestas serias, se explayan en discursos demagógicos, promesas sin fundamento, ofrecimientos de acción sobre temas que no competen a un alcalde. La versión más nefasta y grotesca de esta demagogia generalizada es, desde luego, la del candidato que ha decidido recurrir al discurso del odio y la xenofobia como una manera de ganar votos movilizando los temores de la población.

La competencia por gobernar la capital del país se ha convertido, así, en un reflejo y una reconfirmación de un mal que padecemos desde hace décadas, y que cada año parece agravarse: la dimisión de la política como actividad de interés público. Ante ello, como es natural, no cabe la resignación sino la crítica permanente y la demanda de una regeneración de nuestro sistema político, lo cual no ocurrirá sin organizaciones partidarias serias, con ideologías, programas y nociones de servicio público.