Ha regresado a la agenda de la política nacional la cuestión de cuáles son los alcances, y cuáles los usos correctos, de las figuras de vacancia presidencial y cuestión de confianza. Esta última, como es sabido, tiene como resultado potencial el cierre constitucional del Parlamento.
El Congreso y el Poder Ejecutivo discrepan sobre estos temas. Cada uno propone su interpretación preferida de ambas figuras. Cada interpretación está orientada a lo que a cada uno le conviene en este momento, no a una concepción general de lo que necesita el país en el largo plazo. Eso no es sorprendente, en realidad.
Esta controversia se arrastra, como se sabe, desde el quinquenio pasado. El uso de ambas figuras fue decisivo para la serie de peripecias que nos llevó a tener tres presidentes y un intento de usurpación en un solo periodo, además de dos congresos. Ambas figuras estuvieron presentes todo el tiempo, además, como una amenaza recíproca que contribuyó a agudizar aún más la tensión política y que hizo prácticamente imposible la convivencia.
Hay que considerar, por ello, que la aclaración de los alcances y límites de esas figuras forma parte de un cuadro de necesidades más amplio, que son las relativas al saneamiento del sistema político en general.
«Más allá de la necesaria precisión de los alcances jurídicos de las medidas de control y equilibrio de Poderes, la futura gobernabilidad del país dependerá de algo más: la renovación y mejora del elenco de organizaciones y personas que hoy aspiran a conducir las instituciones.»
Ambas son necesarias como parte del indispensable balance entre los Poderes del Estado. Pero su aplicación apropiada no depende únicamente de sus fronteras jurídicas sino también de la calidad de los actores que ocupan los Poderes del Estado; es decir, de que dichos actores estén imbuidos de ciertas convicciones democráticas y de cierta racionalidad política.
No es un secreto que desde hace algunos años quienes actúan en política carecen de esas características. Predominan hoy personajes que llegan a puestos de autoridad casi de manera accidental, y que por lo tanto no han asumido las pautas de racionalidad que deberían signar la acción política.
Esto quiere decir que más allá de la necesaria precisión de los alcances jurídicos de las medidas de control y equilibrio de Poderes, la futura gobernabilidad del país dependerá de algo más: la renovación y mejora del elenco de organizaciones y personas que hoy aspiran a conducir las instituciones. Y cuando se dice gobernabilidad, ello implica muchas cosas, como hacer viables las agendas públicas, poner atajo a la corrupción y tener estabilidad de las funciones públicas. Es decir, la posibilidad de que el régimen político sea, al fin y al cabo, un régimen al servicio de los derechos de la población.
Editoriales previas:
- Cambio ministerial: una agenda de derechos humanos (12/10)
- Corrupción, problema recurrente y sin respuestas (5/10)
- Empresas y derechos humanos (28/09)
- Asamblea General de la ONU: ¿recuperando el rumbo? (21/09)
- Un consenso contra el terrorismo (14/09)
- Sociedad civil y erosión institucional: el deber de la crítica (7/09)
- El informe de la CVR y su renovada urgencia (31/8)