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Editorial 9 de abril de 2024

Los expertos en seguridad ciudadana suelen precisar que existe una brecha constante entre la percepción y la realidad. La sensación de inseguridad que expresa la ciudadanía en las encuestas no refleja necesariamente la situación real de la criminalidad. Esa sensación está usualmente condicionada por los medios de comunicación y por otros factores. Pero aún si se tiene en cuenta esa distancia entre impresión y realidad, es innegable que el país vive una auténtica crisis y que esta se manifiesta con particular gravedad en ciertas ciudades del país. Trujillo es el caso emblemático, pero no el único. Lima, la ciudad capital, y varias otras ciudades, se encuentran bajo asedio de diversas formas de criminalidad, y experimentan, además, un incremento de la violencia asociada a esos crímenes. La práctica de la extorsión, como comenta Erika Solís en una nota de esta edición de nuestro boletín, es un preocupante ejemplo de cómo la violencia –que llega hasta los atentados con explosivos y los asesinatos—adquiere mayores proporciones en asociación con una determinada modalidad criminal.

Frente a ello es patente y extremadamente preocupante la ineficaz reacción de las autoridades. Su ineficacia es una mezcla de descuido y de incapacidad. Las respuestas tradicionales, y muchas veces motivadas solo por algún episodio particularmente impactante, son el ofrecimiento de mayor equipamiento policial y la declaración de estados de emergencia. En el plano retórico abundan las demandas de “mano dura” y las propuestas de introducir políticas draconianas, hoy simbolizadas en el hemisferio en el enfoque salvadoreño conocido como “plan Bukele”. Pero se trata siempre de medidas que, en el mejor de los casos, procuran efectos efímeros y epidérmicos, que de ninguna manera atacan las bases del problema, y que en ciertos casos plantean riesgos potenciales para los derechos humanos de la población.

Más allá de esas respuestas superficiales, la inseguridad ciudadana –un problema que afecta una diversidad de derechos humanos—demanda una respuesta que tenga la envergadura de una auténtica política pública multidimensional. Tal política exigiría la participación de muchos más actores que la sola policía nacional. Una concertación de estrategias entre el Ministerio Público, la policía, los gobiernos municipales, los medios de comunicación y diversas organizaciones de la sociedad civil sería el comienzo de una respuesta seria. Pero en una situación como la actual, y dada la ínfima calidad de los actores que hoy ocupan puestos de autoridad, tal esfuerzo de concertación, que implica una auténtica capacidad de gestión política de los problemas, parece una lejana quimera. La crisis de la política se traduce, así, en ventajas para la criminalidad y en un sistemático perjuicio para los derechos de la ciudadanía.