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Editorial 30 de abril de 2024

La degradación del sistema democrático en el Perú por obra del gobierno y el Congreso es indisimulable. Esa degradación se expresa en diversos aspectos del funcionamiento del sistema político. Abarca desde la perpetración de graves violaciones de derechos humanos amparadas en una sistemática impunidad hasta una corrupción rampante, también protegida por la impunidad, incluyendo el reiterado uso del poder político para provecho personal y, desde luego, la metódica demolición de las instituciones del Estado de Derecho.

El gobierno y el Congreso están empeñados en negar esa realidad como si el solo negarla la hiciera desaparecer. Un recurso habitual de ese negacionismo es desacreditar, cuando no incriminar, toda expresión crítica, muchas veces con el fácil recurso de lanzar acusaciones de “terrorismo” a diestra y siniestra. La sociedad, por su parte, atónita tras la intensa violencia estatal desplegada en las manifestaciones del año 2023, no encuentra nuevos caminos para expresar efectivamente su protesta. Pero esa aparente atonía, que el gobierno confunde interesadamente con un estado de calma, tampoco suprime el hecho de la degradación que observamos semana tras semana.

Eso nos los han venido a recordar dos informes sobre el estado de los derechos humanos en el Perú dados a conocer la semana pasada. Uno de ellos, de particular significación por su carácter oficial, es el informe del Departamento de Estado de los Estados Unidos de América. En ese documento se señalan sin ambages todas esas irregularidades –por llamarlas de una manera eufemística—en la conducta del gobierno y el Congreso que vulneran de manera grave a los derechos de la población. El informe del Departamento de Estado estadounidense ha llamado la atención, así, sobre la privación arbitraria de la vida e incluso de la existencia de asesinatos por motivos políticos y remarca la consistente impunidad que existe al respecto. Esto se refiere, como es claro, al más de medio centenar de personas muertas por el uso desproporcional de la fuerza por el Estado sin que hasta el momento se identifique a los autores y sin que nadie asuma responsabilidades. Además de ello se menciona la existencia de torturas y tratos crueles, inhumanos o degradantes contra manifestantes y personas privadas de libertad, así como también la violación del derecho al debido proceso 

Más allá de la esfera de estas graves violaciones el informe detalla una diversidad de abusos, incluyendo los vinculados con género y etnicidad, y amenazas a la libertad de prensa, algo que se observa cotidianamente en la forma de agresiones y acoso a periodistas e incluso en la elevación de penas para delitos o infracciones cometidos en el ejercicio de la información, lo que pone en riesgo la libre práctica del periodismo. 

Al informe del Departamento de Estado de EE. UU. hay que añadir el reciente reporte de Amnistía Internacional, una acreditada organización que ya ha sido, en su momento, firmemente crítica sobre la respuesta del Estado peruano a las protestas del año 2023. Hoy Amnistía Internacional observa que la situación no ha cambiado favorablemente, sino que incluso ha empeorado por “el permanente debilitamiento de instituciones claves para el acceso a la justicia”.

No es de extrañar, por lo tanto, que la percepción que tiene la ciudadanía respecto de la democracia sea profundamente negativa. Así queda registrado en el informe del Barómetro de las Américas –un prestigioso proyecto que desde hace años mide las actitudes hacia la democracia en 26 países– dado a conocer la semana pasada. En ese documento encontramos que apenas el 51 por ciento de la población peruana considera a la democracia la mejor forma de gobierno, que solo el 53 por ciento piensa que el Perú es una democracia y que no más del 19 por ciento se manifiesta satisfecho con el funcionamiento de la democracia –cifra que coloca al Perú en el puesto antepenúltimo entre 24 países.

Mientras estas cifras se hacen conocidas, tenemos que la Mesa Directiva del Congreso –el mismo Congreso que socava sostenidamente la institucionalidad democrática con atentados contra el sistema de administración de justicia y, últimamente, contra el sistema electoral—ha dispuesto aumentar en casi 50% uno de los tres componentes del ingreso económico de los congresistas: el pago por “función congresal” –que se añade a la remuneración básica de 15 mil soles y a lo que perciben para la “semana de representación”– se eleva ahora de S/7 617.20 a S/11 mil. Esta arbitrariedad y este acto de rapacidad solo pueden acentuar el profundo descrédito del Congreso, algo que evidentemente no inquieta a los congresistas, pero que, en última instancia, se convierte en un persistente descrédito de la democracia en sí misma. Así, los abusos impunes contra los derechos humanos y la percepción ciudadana sobre el sistema que permite esos abusos confluyen en una misma realidad: una democracia irreconocible como tal y un estado de desengaño frente al sistema democrático que puede tener más consecuencias trágicas en el futuro cercan.