Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Opinión 30 de abril de 2024

Por Kenny Diaz Roncal (*)

En una mesa se sientan dos partes para negociar. Una pone el capital y los medios de producción, mientras que la otra pone su fuerza de trabajo. Tras adherirse a los términos impuestos por la primera, la segunda se convierte en un deudor del trabajo y se inserta en un sistema para producir mercancías. Se convierte en una pieza del engranaje que genera bienes que serán intercambiables por otros. 

Pero aquel deudor del trabajo se mimetiza tanto con el sistema de producción que termina siendo –él mismo– una mercancía más, intercambiable con una suma de dinero que llamarán “remuneración”. Del otro lado, el acreedor invierte capital para activar aquel sistema y obtener por ello una ganancia, gracias al trabajo de sus deudores. La utilidad neta le corresponde a él, por lo que se ve incentivado a utilizar estrategias que tengan por objeto el ahorro de costos y la maximización de ganancias.

El esquema antes planteado, propio de las sociedades capitalistas, dio origen al surgimiento del Derecho del Trabajo con un rol tuitivo. Se ideó una regulación con mínimos para garantizar la seguridad y salud en el trabajo, así como una remuneración suficiente (en términos de nuestra Constitución). De igual modo, se reconoció el derecho de organización, a través del cual los trabajadores obtendrían un mecanismo legal para defender sus intereses frente al empleador.

En la actualidad, es indudable que el sistema de producción aquel se mantiene. Lamentablemente, tampoco hay duda de que la regulación protectora se ha diluido al punto de vaciar de contenido derechos como la estabilidad laboral y la libertad sindical. Frente a esta constatación se suele plantear el clásico alegato que sostiene que “la rigidez laboral desalienta la contratación y la formalidad laboral”. Pero considero que ese es un concepto vacío. La realidad nos permite afirmar que dicha tesis –la idea de que la flexibilidad en materia laboral sí alienta la contratación y la formalidad– es la que se implementó fácticamente en el Perú al final del siglo pasado, y no ha dado resultados.

Frente a aquella situación, como en los inicios del Derecho Laboral, debemos insistir en su rol tuitivo, es decir, su función de guardar, amparar o defender derechos. Para ello, partamos de la siguiente premisa: el trabajo (el mismo trabajador) no es una mercancía. Así lo dictó la Declaración de Filadelfia de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), sobre sus fines y objetivos. Este punto de partida justifica que el Derecho del Trabajo mantenga su finalidad tuitiva en los vigentes sistemas de producción. Sin embargo, lejos de materializar esa aproximación, la legislación peruana ha minado el campo de los derechos individuales y colectivos. Ahí donde un trabajador reclame o pretenda organizarse, explotará su derecho a través de una “no renovación de contrato modal”. Esto lleva a que el planteamiento sobre la rigidez laboral sea, en realidad, un alegato anodino. 

En el ocaso del siglo pasado, la legislación laboral desvirtuó la regla de preferencia por la contratación a plazo indefinido, lo que generó que las contrataciones a plazo fijo fueran las modalidades más empleadas. ¿Cómo llegamos a esta situación? A inicio de la década de los noventa, se crearon nueve contratos temporales (además de una cláusula abierta) que desbordaron el principio de causalidad. Esto quiere decir que aquellos se empezaron a aplicar en las actividades permanentes de los empleadores con mucha facilidad, desplazando a los contratos indeterminados. Así, tras la fachada de una regulación neutral, asestaron un knockout a la estabilidad laboral.

Además, pese a que nuestro modelo constitucional protege al trabajador frente al despido arbitrario, la reforma laboral de los noventa estableció una preferencia por la indemnización tarifada. La inconsecuencia es clara. Conforme con el bloque de constitucionalidad, toda acción que lesione la estabilidad laboral debe ser proscrita y no debería surtir efecto. Ello se lograría si es que se sanciona la reposición (que presupone la nulidad de aquel acto contrario al bloque). Sin embargo, la reforma laboral prefirió la indemnización que mantiene los efectos lesivos, ofreciendo una tarifa diminuta (que no se actualiza desde los noventa) y que ofrece mayores ventajas para quienes tienen más años de servicio, cuestión que la misma reforma se encarga de entorpecer. 

La reforma laboral también incidió en las relaciones colectivas. En 1992 se emitió un decreto ley, en el marco del gobierno de facto, cuya regulación se mantiene sustantivamente. Su clara tendencia restrictiva se materializa en el establecimiento de una serie de requisitos innecesarios para una huelga, pero que deben ser cumplidos estrictamente; en la ausencia de ponderación adecuada entre huelga y servicios esenciales (creando la figura de los “servicios indispensables” para anular la medida de fuerza); en la preferencia por la negociación a nivel de empresa y la consiguiente atomización del poder colectivo, entre otros elementos. Fue recién en el 2003, recuperada la democracia, que se modificaron algunos artículos de la norma en respuesta a algunas de las observaciones efectuadas años atrás por los órganos de control de la OIT.

El jurista Javier Neves señaló en diciembre de 2020, en una entrevista con el diario La República, que la reforma laboral de los noventa fue hecha por abogados ligados a intereses empresariales (que) querían que el Estado intervenga menos en lo laboral. En lo colectivo, les convenía el control. La ideología liberal era la de flexibilidad y regular menos. Eso los unía: era una comunidad de abogados de empresa”. Esto podría explicar la fuerte intervención en aspectos neurálgicos tanto en el plano individual como en el colectivo.

Después de más de tres décadas de vigencia del actual modelo laboral, urge reformarlo. La estabilidad laboral, como el cadáver del poema de Vallejo, sigue muriendo y no hacemos nada para impedirlo. Es momento de establecer prioridades nacionales y de ubicar entre estas el respeto de los derechos laborales. Es necesario desprendernos de la arrogancia de conceptos vacíos y respetar los mínimos a los que nos hemos obligado como Estado al celebrar sendos convenios internacionales que nos ponen en el derrotero de la protección de la estabilidad laboral. 

(*) Profesor PUCP y director de Kenny Diaz Consultores