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Editorial 4 de octubre de 2022

Concluidas las elecciones regionales y municipales es casi innecesario decir que sus resultados son un eco de la profunda crisis política en la que vive el país. Eso no es sorpresa. Ya era evidente desde los inicios de la campaña a partir de datos como, por ejemplo, la elevada cantidad de candidatos que enfrentan juicios o sobre los que hay acusaciones e investigaciones fiscales abiertas. El otro dato incontestable es la bajísima calidad de las propuestas. A falta de programas de gobierno coherentes, la campaña electoral consistió en promesas inconexas y sin mayor sustento y, en algunos casos, simplemente en gestos aparatosos.

Desde el punto de vista del desempeño general de la escena política, y de las posibilidades de reconstituir una democracia más funcional, el proceso que se cierra no autoriza al optimismo. El sistema de representación política y de mediación entre los ciudadanos y el Estado permanece fragmentado, desvencijado o suplantado por grupos o coaliciones centrados en intereses particulares, cuando no ilegales. Desde el punto de vista de las garantías para los derechos fundamentales de la ciudadanía, el panorama general es inquietante. Se podría decir que, pasando por encima de las distinciones clásicas entre izquierda y derecha o entre tendencias conservadores y progresistas, la tónica general de la política –salvo las inevitables y rescatables excepciones—es de una clara desaprensión de las autoridades electas frente a las necesidades de la población, y en muchos casos de una orientación claramente regresiva. Esto es grave tomando en cuenta la convergencia de circunstancias críticas en los últimos años: los coletazos de la pandemia de covid-19, la crisis alimentaria que podría provocar la invasión de Rusia a Ucrania, y otras crisis sanitarias preexistentes a la pandemia, como la del dengue. Para enfrentar a todas ellas se requiere gobernanza regional y local efectiva y capaz de trabajar coordinadamente con el gobierno central, y también de exigir a este el cumplimiento de las varias tareas que está desatendiendo. No es eso lo que nos deja esta elección.

En el caso de la capital de la República la situación no es menos inquietante que en el resto del país. La campaña estuvo dominada, en lo que concierne a los dos candidatos con mayor posibilidad, por discursos dirigidos a explotar los temores más básicos, y ciertamente apremiantes, de la población, ofreciendo propuestas que o no tienen visos de ser efectivas o exceden el ámbito de acción de un alcalde metropolitano, y que además se oponen en ciertos casos a los principios de respeto al Estado de Derecho y a los derechos humanos. Esto fue notorio, en particular, respecto de la seguridad ciudadana y la lucha contra la delincuencia. Pero más allá de ese ámbito se ha observado en el candidato ganador, Rafael López Aliaga, y en su competidor más cercano, Daniel Urresti, un discurso autoritario que augura tiempos difíciles para la promoción de los derechos humanos en la capital. Es más, como hizo notar Elena Alvites, profesora principal de la PUCP y presidenta del Tribunal de Honor del Pacto Ético Electoral en la edición anterior de nuestro Boletín, se ha reducido las expectativas de la población a la demanda mínima de seguridad física y seguridad de sus propiedades. Es decir, el discurso político electoral ha limitado la noción de lo que es ser ciudadano y vecino de una ciudad a la sola esperanza en la supervivencia. Todas las otras necesidades y derechos han quedado relegados.

El gobierno municipal de una capital como es Lima, que congrega al 30 por ciento de la población nacional, podría y debería ser una suerte de adalid nacional en la promoción de nuevas formas de gobierno local: incluyentes, participativas, promotoras de derechos, renovadoras en sus formas de relacionarse con la población, creativas en cuanto a creación y disposición de espacios públicos, alertas y diligentes frente a ese enorme problema de nuestro tiempo que es el cambio climático. No lo ha sido en ninguna de las gestiones anteriores, y tampoco hay expectativas de que lo sea ahora. Por el contrario, hemos sido testigos de posturas anticívicas, hostiles a derechos como aquellos vinculados con el género y las orientaciones sexuales, condescendientes e irrespetuosas hacia la población más necesitada, y poco interesadas en convertir a Lima en una ciudad abocada a la convivencia equitativa, una ciudad que garantice una calidad aceptable de vida para todas las personas.

En resumen, los nuevos gobiernos regionales y locales, y entre ellos también el de la ciudad de Lima, representan un nuevo reto a la sociedad civil y a la defensa de la vida democrática en nuestro país.