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Editorial 13 de abril de 2021

El resultado electoral del 11 de abril nos deja ante una contundente certeza: sea quien sea el ganador de la segunda vuelta y próximo presidente de la República, este representará un desafío para la integridad del régimen democrático. En el próximo quinquenio buena parte de las energías del país estarán centradas en la salvación de ese orden y en la defensa de derechos fundamentales. Y, desde luego, si bien eso no impedirá del todo la persecución de objetivos urgentes como la lucha contra la pandemia y el remedio a las secuelas sociales y económicas dejadas por ella, sí la hará mucho más difícil y penosa.

En el tiempo que transcurra de aquí a la votación de junio los dos candidatos en competencia seguramente adecuarán sus mensajes para sonar más moderados. (Eso es casi una axioma de toda segunda vuelta, donde ya no se apela al votante convencido sino a una mayoría difusa). Pero para una percepción prudente, es decir, realista, de cómo puede ser el próximo periodo gubernamental, vale más atender al perfil original de cada candidato. Y en ambos casos se trata de un perfil autoritario.

Ya sabemos que hoy son improbables –pero no imposibles– en la región los golpes de Estado con tanques en las calles. Pero estos no son la única forma de deponer una democracia o, casi peor que eso, de desnaturalizarla furtivamente. Existen diversas maneras de destruir una democracia «guardando las formas» y hay que reconocer que los resultados de anteayer dejan a esas diversas maneras como una posibilidad latente.

Una forma es avasallando las instituciones mediante la alteración de las normas que las rigen: mitigando las facultades de las instituciones fiscalizadoras, relajando los procedimientos para convertir en ley la voluntad del grupo gobernante o simplemente eliminando, aunque dentro de los márgenes de lo que la Constitución permite, aquellas instituciones o agencias que resultan incómodas al gobernante.

«La baja calidad de las candidaturas y propuestas dejaba claro que un nuevo periodo de gobierno no marcaría el inicio de un saneamiento político para el país.»

Otro procedimiento es secuestrar a esas instituciones mediante el nombramiento de representantes, jefes y funcionarios dóciles al poder en reemplazo del personal independiente. A lo largo de los últimos cinco años hemos visto sucesivos esfuerzos por someter de ese modo al Tribunal Constitucional y a diversas entidades del sistema de justicia, así como tentativas de convertir a la Defensoría del Pueblo en una agencia sumisa o, en todo caso, irrelevante. Esas han sido conspiraciones contra la democracia que con mayor o menor éxito se ha conseguido atajar.

Una tercera manera, particularmente insidiosa, consiste en recortar derechos a la población o en eliminar los canales para el ejercicio de esos derechos. Los candidatos que irán a la segunda vuelta han sido siempre «transparentes» respecto de su hostilidad a los derechos de diversos sectores de la población. Y confluyen, además, en un punto particularmente preocupante: la intención de retirar al Perú de la competencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, es decir, privar a todos los peruanos de una instancia última de protección a los derechos a la vida y a la integridad, los derechos laborales, los derechos de pueblos indígenas, las libertades de opinión e información, los derechos asociados a género y muchos otros. Recortar derechos o eliminar las formas de hacerlos efectivos es una manera de destruir la democracia.

No había, es cierto, gran ilusión puesta en estas elecciones. La baja calidad de las candidaturas y propuestas dejaba claro que un nuevo periodo de gobierno no marcaría el inicio de un saneamiento político para el país. Pero el resultado ha sido más desalentador de lo previsto y es saludable, aunque duro, reconocerlo así desde ya, pues lo que corresponde de inmediato es prepararse para seguir defendiendo la democracia y los derechos de todos ante la adversa situación que se avecina.


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