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Editorial 1 de septiembre de 2020

Desde hace sesenta años, la protección de los derechos humanos en el continente tiene como uno de sus pilares fundamentales a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Esta, junto con la Corte Interamericana de Derechos Humanos, constituye el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, cuya contribución al desarrollo democrático de la región es inapreciable.

En el caso concreto de la CIDH esa contribución se manifiesta principalmente en sus actividades de promoción, monitoreo y protección, pero también se extiende a una diversidad de aportes temáticos sobre asuntos tales como las transiciones a la democracia, la jurisdicción militar, la libertad de expresión y los derechos de grupos vulnerables. Se puede decir que todo aquello en conjunto ha funcionado como una garantía y un reducto de defensa de los derechos de las personas y también como un elemento central del perfeccionamiento de nuestras democracias. No es un secreto, por otro lado, que ese papel ha motivado constantes críticas y campañas de descrédito, siempre basadas en falacias, de parte de gobiernos o sectores políticos que se sienten incómodos por las funciones que cumple la CIDH.

Por esa razón –por el importante papel que cumple, pero también por la continua asechanza de sectores hostiles o antidemocráticos—es fundamental que la CIDH mantenga siempre su solidez institucional y que su funcionamiento esté libre de toda sospecha de malas prácticas, y también protegido contra injerencias indebidas.

«La importancia de la CIDH en la vida política y jurídica de la región es muy grande, y no se debe permitir que quede ninguna sombra sobre su prestigio ni sospecha alguna sobre su autonomía.»

En los últimos días se ha producido, lamentablemente, una compleja situación con motivo de la renovación del secretario ejecutivo de la CIDH. Mientras que los miembros de la Comisión han aprobado la continuación del actual secretario ejecutivo, el secretario general de la OEA, Luis Almagro, se ha negado a extender el contrato correspondiente para un segundo periodo. Los miembros de la Comisión se amparan en los estatutos vigentes y en su reglamento, y denuncian una violación de su autonomía. El secretario general de la OEA invoca un informe de la Secretaría de Asuntos Jurídicos y otro de la Ombudsperson que, según él, desaconsejarían la continuación.

Esta es una circunstancia preocupante y que debe ser superada en el tiempo más breve posible. La importancia de la CIDH en la vida política y jurídica de la región es muy grande, y no se debe permitir que quede ninguna sombra sobre su prestigio ni sospecha alguna sobre su autonomía. Para ello, el mejor camino, y el único camino válido, siempre será el del respeto de la institucionalidad, esto es, la aplicación de las normas y procedimientos ya establecidos para decidir sobre esta cuestión.

El continente afronta todo el tiempo nuevos desafíos en materia de defensa de los derechos humanos, lo cuales se suman, como es evidente, a desafíos preexistentes. La protección de derechos de colectividades o categorías de población que antes eran descuidados –mujeres, población indígena, población LGBTI, migrantes, personas con discapacidad y otros más—es un terreno creativo, dinámico, en el que el trabajo de la Comisión ha sido y debe seguir siendo sumamente esclarecedor. Lo mismo cabe decir sobre asuntos que vienen de atrás, como los derechos de las víctimas de los conflictos armados y dictaduras que prevalecieron en la región décadas atrás. A todo ello se van incorporando retos emergentes como los asociados al cambio climático y la pandemia de Covid-19.

Para responder a todo ello con solvencia jurídica, con decisión institucional y con convicciones claras, se necesita un Sistema Interamericano de Derechos Humanos robusto y rodeado de toda la autoridad moral y el prestigio jurídico que ha ganado a lo largo de su existencia.


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