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Editorial 23 de junio de 2020

El 20 de este mes se ha conmemorado el Día Mundial del Refugiado, una fecha consagrada internacionalmente a honrar “el coraje y la determinación de quienes se han visto obligados a abandonar sus hogares y huir de la persecución y el conflicto”, según subraya ACNUR, así como a promover una toma de conciencia sobre las necesidades y los derechos de dicha población.

Según datos de la misma Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados, el número de personas en situación de desplazamiento equivale al 1 por ciento de la población mundial. Siempre según ACNUR, a fines de 2019 había casi 30 millones de personas refugiadas o desplazadas fuera de su país, mientras que los desplazados internos bordeaban los 50 millones. En América Latina, como sabemos, la población principalmente afectada en la última década es la de Venezuela. Hay casi 4,5 millones de personas desplazadas con esa nacionalidad debido a la crisis económica, política y social que afecta a su país. De otro lado, a escala mundial, los focos críticos más graves se encuentran en la República Democrática del Congo, la región del Sahel en África, Yemen y Siria, Sudán del Sur y Birmania.

Conflictos armados, persecuciones étnicas, regímenes autoritarios, profundas crisis de gobernabilidad que provocan graves situaciones de escasez, son algunos de los factores más recurrentes en la configuración de este problema mundial.

En nuestro país no hay que olvidar a los desplazados por la violencia armada, una población cuyas necesidades y derechos todavía no son debidamente reconocidos, así como también a quienes migran por falta de condiciones de sobrevivencia en sus regiones y por los estragos que está causando el cambio climático. No se trata, así, de población refugiada por razones políticas, pero sí por razones económicas.

«Se han venido adoptando medidas que hacen mucho más difícil que estas personas, que huyen de la violencia y el hambre, alcancen el estatus legal de refugiados.»

Sobre la situación de la población desplazada y refugiada existe desde hace medio siglo un marco normativo internacional: la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951 y su Protocolo de 1967. Ambos instrumentos delinean una amplia gama de derechos de las personas refugiadas y de obligaciones estatales al respecto. Hay que decir, sin embargo, que si por un lado esas normas nunca han sido por sí mismas suficientes para garantizar los derechos de los refugiados –por el incumplimiento de los Estados–, por otro lado, la situación se ha venido agravando en los últimos años por dos grandes factores.

El primero de ellos es el reforzamiento de un paradigma securitario en los países de Europa que son los principales receptores de refugiados del Medio Oriente y de África. Poco a poco, la demanda de seguridad, aprovechada por organizaciones políticas conservadoras, ha ido relativizando al paradigma humanitario, es decir, aquel centrado en los derechos humanos de las personas desplazadas. Como consecuencia, se han venido adoptando medidas que hacen mucho más difícil que estas personas, que huyen de la violencia y el hambre, alcancen el estatus legal de refugiados, y además las políticas de contención o rechazo han devenido más draconianas. Esto es un retroceso preocupante que debe ser sometido a reflexión precisamente en fechas como la que acabamos de conmemorar.

El otro factor es, evidentemente, la epidemia de Covid-19, que afecta a la población desplazada y/o refugiada al menos en dos grandes sentidos. Primero, porque ha inducido a los países receptores a elevar sus barreras y poner muchas más restricciones para la admisión legal de inmigrantes y el otorgamiento de la condición de refugiado. Y, segundo, porque esa población, al no contar con un estatus oficial en los países de llegada, se ve excluida de facto de las medidas de protección o alivio que los Estados adoptan para su población nacional. En el Perú somos testigos directos de este efecto ominoso de la pandemia sobre la población procedente de Venezuela.

Estas regresiones parciales demandan un pronto llamado de alerta en la comunidad internacional. Los Estados deben expresar de la manera más concreta y sincera su voluntad de cumplir los acuerdos y normas que protegen los derechos de desplazados o refugiados. O, en todo caso, es imperativo encontrar vías alternativas que funcionen efectivamente, siempre bajo el principio de la solidaridad, que es y debe ser el fundamento de todo consenso y de toda acción sobre esta materia.


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