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Editorial 14 de abril de 2020

Se ha cumplido ya un mes desde el inicio de la cuarentena impuesta para hacer frente a la pandemia de COVID-19. Prevalece un amplio consenso sobre la pertinencia de las medidas de restricción. Sin embargo, también existe amplia incertidumbre sobre su efectividad.

Debido a que se ha actuado tempranamente, tenemos la expectativa de mitigar los efectos de esta crisis sanitaria mundial, y es indispensable que toda la sociedad –y esto incluye no solo a las personas, sino también a las instituciones y empresas—participe del mismo esfuerzo. Pero al mismo tiempo que se mantiene esa expectativa y se actúa para realizarla, es forzoso reconocer que tal vez el esfuerzo no baste para evitar el escenario temido: un elevado número de enfermos en estado crítico que rebase la capacidad de atención del sistema de salud.

Esta incertidumbre se apoya principalmente en dos conjuntos de razones, y ambos conjuntos nos hablan de deudas históricas y de tareas inminentes para el Estado y la sociedad peruanos.

El primero se refiere al imperfecto cumplimiento de las normas de inmovilización y distanciamiento social. No es sencillo paralizar a más de 30 millones de personas, salvo que el Estado haga uso intensivo de medidas de coacción. Pero ese es un extremo no aceptable. Las razones del incumplimiento son diversas y, en realidad, no es siempre fácil distinguir las conductas simplemente desaprensivas de las dictadas por la necesidad. En cualquier caso, los forados de la inmovilización social nos hablan a veces de falta de civismo, sentido de responsabilidad o solidaridad, pero en otras ocasiones son un reflejo de las urgencias que imponen la informalidad laboral y la precariedad económica. Para tener un país donde se proteja la vida de todos necesitamos un país que dignifique la vida de todos.

«Es un lugar común decir que las crisis generan oportunidades. Pero resulta ingrato emplear esa paradoja optimista cuando la crisis referida implica vidas perdidas y empobrecimiento.»

El segundo conjunto de razones está más asociado al Estado, pero no deja de ser un reflejo de la sociedad. Se trata de la notoria debilidad del sistema de atención de salud, hoy expresada de la manera más perentoria y menos disimulable: el minúsculo número de camas para cuidados intensivos y el aún más pequeño número de ventiladores mecánicos, necesarios para dar una oportunidad de sobrevivir a los pacientes en estado grave. Desde luego, lo que sucede en el sector de salud es, a su vez, un signo de lo que ocurre en todos los otros sistemas públicos vinculados con la crisis. Por ejemplo, el sistema educativo, la capacidad de gobernanza de los gobiernos locales y el ordenamiento del sistema de transporte público urbano e interregional.

A esas dificultades generales cabe añadir el reto de atender a sectores específicos de la población, sectores que por diversos motivos –por ser migrantes, por arrastrar secuelas del pasado conflicto armado interno, por sufrir las exclusiones crónicas que afectan a pueblos indígenas— se hallan más vulnerables. En esta edición de nuestro boletín se examina la situación de algunos de esos sectores.

Es un lugar común decir que las crisis generan oportunidades. Pero resulta ingrato emplear esa paradoja optimista cuando la crisis referida implica vidas perdidas y empobrecimiento. Más apropiado sería afirmar, en este caso, que esta crisis genera tareas y obligaciones. La principal es reconocer y sondear las grietas de nuestro orden social –algo que se debió hacer a la sombra del conflicto armado interno— y convertir ese reconocimiento en acciones. 

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