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Editorial 15 de diciembre de 2020

El país no se ha recuperado de la crisis que se abrió con la declaración de vacancia presidencial y la frustrada usurpación del gobierno de hace un mes. Esta crisis, a su vez, no fue sino la desembocadura de sucesivas crisis previas, para las cuales nunca se encontró una solución satisfactoria. Retrospectivamente, en esa secuencia se reúnen la elección de un nuevo congreso con representantes de pobrísima calidad, la legítima disolución del Congreso por parte de Martín Vizcarra, y el ascenso a la presidencia del propio Vizcarra ante la obligada renuncia de Pedro Pablo Kuczynski. Al cabo de esa secuencia, tenemos un Gobierno que, si bien legítimo, reposa sobre bases políticas muy endebles, y un Congreso que, como su predecesor, se empeña en impedir cualquier saneamiento de la política nacional.

Nos hemos asentado, así, en una paradójica situación que podría calificarse de inestabilidad sostenida. La institucionalidad del país no llega a implosionar, pero todo el tejido institucional aparece vulnerable y provisional. Frente a ello, la conducta del Congreso se sitúa como el nudo más problemático, pues es desde ahí, en particular, que se exhibe una absoluta renuencia a corregir el rumbo: por ejemplo, mediante su insistencia en nombrar nuevos miembros del Tribunal Constitucional, la protección a congresistas con serias acusaciones de corrupción, gestos de autoritarismo como aquellos contra la conmemoración de las personas muertas durante las protestas, y una constante actitud de hostilidad hacia el gobierno interino.

«Las dificultades del país para lidiar con la pandemia son solamente un ejemplo de las enormes consecuencias sociales de la zozobra política del país.»

El costo de esta situación es enorme en términos del bienestar de la población. Estamos ante una situación de gobernanza severamente debilitada, precisamente cuando se necesitaría un Estado activo y eficiente para tomar decisiones sobre la crisis sanitaria generada por la pandemia de Covid-19. Hoy se discute sobre los factores por los que, al parecer, el Perú se encuentra atrasado en las gestiones para disponer de la vacuna en un plazo oportuno. Entre las diversas explicaciones y responsabilidades que se pueda encontrar para ello, está claro que la inestabilidad política de este quinquenio aparecerá como un factor contextual determinante.

Las dificultades del país para lidiar con la pandemia son solamente un ejemplo de las enormes consecuencias sociales de la zozobra política del país. No está de más recordar que está se inició por la conjunción de dos factores, uno de índole estructural –la precariedad y desnaturalización de las organizaciones políticas que compiten por el poder—y una de carácter circunstancial –la decisión del fujimorismo de secuestrar políticamente al país como represalia por su derrota electoral. Casi cinco años después, el Perú sigue paralizado por esa tenaza, y, ante la ausencia de una reforma política genuina, todavía no hay bases para esperar algo diferente del próximo ciclo electoral. Por ahora, si la salida al atolladero no es visible, es importante, por lo menos, tener claridad sobre cuáles son las razones, y quiénes los responsables, de esta penosa situación.


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