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Editorial 13 de octubre de 2020

Desde el año 2008 se celebra cada 15 de octubre el Día Internacional de las Mujeres Rurales. Esta fecha conmemorativa fue establecida por la Organización de Naciones Unidas con el fin de brindar reconocimiento a uno de los sectores más postergados de la población mundial, el de las mujeres campesinas.

Este año, como es natural, la fecha debería servir para llamar la atención sobre las penurias que esta población experimenta por la crisis sanitaria mundial y sobre la necesidad de diseñar políticas de prevención y alivio apropiadas, que tomen en cuenta debidamente la particular vulnerabilidad de las mujeres rurales. Pero, más allá del contexto de la pandemia, la fecha está dirigida a hacernos reflexionar sobre la persistente exclusión y marginación de las cuales es víctima este sector en una gran cantidad de países.

En el caso del Perú, como en el de varias otras sociedades, las mujeres rurales son el objeto de una postergación múltiple. Hoy en día los científicos sociales y los hacedores de políticas públicas emplean el término interseccional para caracterizar a esa multiplicidad de factores que se entrecruzan y, al hacerlo, se refuerzan mutuamente. Las condiciones plurales de mujer, de indígena, de pobre, de rural y de campesina son algunos de los factores que inciden conjuntamente sobre esa población para generar una situación de exclusión densa. A esos se podría agregar el bajo nivel de educación formal –que a su vez es expresión de esa misma exclusión. Y, a pesar de todo eso, las mujeres rurales –más allá del valor individual de cada una como persona y como ciudadana– constituyen una fuerza indispensable en el sostenimiento de la sociedad peruana, no solo por su contribución central, y poco reconocida, a la economía nacional sino también por su papel insustituible en nuestra cultura. Un país que sepa valorar su condición de sociedad pluricultural no puede dejar de reconocer el lugar que corresponde en ella a este sector de la población.

Y, sin embargo, en el Perú todavía estamos lejos de haber hecho ese reconocimiento. Las mujeres rurales siguen siendo un sector olvidado y postergado. Esto se expresa en diversos planos. Uno de ellos es la consentida estigmatización de la mujer andina, por ejemplo, en programas de televisión presuntamente humorísticos, que aprovechan y refuerzan el sentido común discriminante que impera en las ciudades. Otro plano es –hay que recordarlo—la injustificada demora de la justicia para procesar los casos de violación de derechos humanos del que fueron víctima tantas mujeres andinas y amazónicas durante los años del conflicto armado interno, así como los casos de esterilización forzada de mujeres durante el gobierno de Alberto Fujimori. Esa omisión de la justicia –que podría extenderse, fuera del plano judicial, al tema de las reparaciones—es sumamente expresivo de la resistencia de nuestro Estado a hacer un pleno reconocimiento de los derechos de las mujeres campesinas y rurales. Pero, más allá de ello, la misma indiferencia se manifiesta en el abandono de la escuela rural, en la inexistencia de políticas adecuadas a la pequeña agricultura, en la sistemática vulneración del derecho a la tierra o al territorio, y en varias otras falencias de las políticas generales del Estado. Estamos, así, ante una de las más grandes y antiguas deudas de la sociedad y del Estado peruanos.


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