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Editorial 20 de abril de 2021

El Perú se encuentra atravesando por uno de los peores momentos, si es que no el peor, desde el inicio de la pandemia de covid-19. Se ha comentado ampliamente que el domingo último se registró la cifra de 443 decesos por la enfermedad. En la última semana el promedio diario de fallecimientos ha sido de 323.

En algún momento se tendrá que elaborar una explicación convincente de por qué el Perú ha tenido tan malos resultados en su intento de lidiar con esta crisis sanitaria. Ya es innegable que nuestro país ha sido uno de los más afectados en todo el mundo, según diversos datos comparativos. Uno de ellos es el exceso de muertes tomando como referente y elemento de contraste el promedio de fallecimientos en años previos a la pandemia.

Por ahora ninguna explicación es suficiente, sobre todo si se adopta seriamente un criterio comparativo. Se puede hablar de la inadecuación o la insuficiencia de las medidas adoptadas por el gobierno o de la debilidad preexistente del sistema de atención de salud. Pero eso no es privativo del Perú, y, de hecho, se puede decir que el Perú, en tanto país de renta media, estaba mejor preparado que muchos otros para hacer frente a la crisis. ¿Cuál es, pues, el elemento diferencial? ¿Existen elementos de orden político general detrás de este triste resultado, es decir, más allá de la responsabilidad de uno u otro gobierno, y más bien vinculados con el estado de la política, y, por tanto, de la gobernanza en el Perú? ¿Habrá que ponderar, también, cuestiones relativas a valores y actitudes de la población peruana –aquello que más ampliamente es denominado cultura–, como, por ejemplo, la disposición a acatar y cumplir reglas?

«Si de parte del gobierno encontramos una suerte de rendición a los hechos y una renuncia a buscar nuevas estrategias, de otro lado ha sido impresionante, y también descorazonador, ver la minúscula presencia que tuvo en la primera vuelta electoral el debate sobre cómo afrontar la pandemia.»

Encontrar esas explicaciones será importante no solo como un ejercicio de comprensión retrospectiva de la tragedia actual, sino también, si fuera posible, para extraer lecciones prácticas para el futuro. Más allá de eso, lo que estamos viendo por ahora es que la conducción política del país parece haberse reconocido impotente ante los hechos. Esto no se refiere únicamente al gobierno en funciones –que, de todas maneras, tuvo que asumir una enorme tarea improvisadamente por razones conocidas—sino a todo el espectro de actores políticos. Si de parte del gobierno encontramos una suerte de rendición a los hechos y una renuncia a buscar nuevas estrategias, de otro lado ha sido impresionante, y también descorazonador, ver la minúscula presencia que tuvo en la primera vuelta electoral el debate sobre cómo afrontar la pandemia. Esa misma indiferencia y esta falta de planes serios, de propuestas explícitas y debidamente sustentadas, se observa ahora entre los candidatos que disputarán la presidencia el 6 de junio.

El país parece haber decidido que ya no queda otra cosa que hacer aparte de esperar la llegada de vacunas para toda la población. De algún modo, esta aparente resignación, que se manifiesta en la penuria de estrategias, planes y propuestas, simboliza también el cierre de la política como espacio para la búsqueda del bien público.


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