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Editorial 16 de junio de 2020

La pandemia y la amplia crisis social y económica que ella ha generado dejarán diversas lecciones en el Perú, igual que en el resto del mundo. Una de las principales para nuestro país será la necesidad de replantear la relación entre desarrollo (o crecimiento) y el respeto y cumplimiento de los derechos humanos. Los Estados tienden a postular que lo segundo ha de ser consecuencia de lo primero, en particular cuando se habla de derechos económicos, sociales y culturales: es decir, que solo cuando se ha alcanzado cierto grado de riqueza social, cierta dinámica económica vigorosa, cabe pensar en satisfacer plenamente los derechos a la educación, la salud, el empleo adecuado y otros más. La crisis nos está mostrando el profundo error que subyace a ese planteamiento.

En días pasados el diario estadounidense The New York Times publicó una nota sobre las enormes proporciones y la profunda gravedad que ha adquirido la pandemia de covid-19 en el Perú. No es el primer reportaje internacional que incide sobre la misma paradoja: el Perú es uno de los países que tomaron las medidas más tempranas y más severas contra la pandemia, exhibe una de las macroeconomías más sólidas de la región y, sin embargo, es uno de los países más golpeados por la crisis sanitaria en todo el mundo. Ya sea que se hable de número de personas contagiadas o de tasas de mortalidad o de letalidad, el Perú es mencionado en la fase actual como uno de los epicentros de la crisis sanitaria a escala regional e incluso mundial.

«Al construir una economía sin derechos o donde los derechos iban a ser un resultado derivado, un efecto virtuoso, pero secundario, del crecimiento, se edificó un país con bases frágiles.»

La paradoja es sólo aparente. Se trata, en realidad, de un desvelamiento: la crisis ha dejado al descubierto la precariedad de la presunta solidez económica del Perú, de eso que algunos llegaban a llamar milagro peruano a la luz de más de veinte años de estabilidad económica y crecimiento sostenido.

Hay diversas formas de explicar esa precariedad, que se expresa de la manera más descarnada en los millones de peruanos expuestos a la indigencia por la inmediata desaparición de sus fuentes de ingreso. Entre esas formas se tiene que considerar la endeblez del éxito económico en un país como el nuestro cuando no está acompañado desde el inicio por un enfoque de derechos. Es decir, si la solidez económica del Perú era tan precaria, si la prosperidad era tan falaz, para recordar la conocida expresión de Basadre, es porque era insostenible. No es sostenible una economía donde más del 70 por ciento del empleo es precario. No es sostenible un esfuerzo nacional por contener una pandemia ahí donde previamente no se ha asegurado en algún grado aceptable el derecho a servicios de salud y de educación.

Un enfoque de derechos humanos en las diversas políticas del Estado, o, más aún, en la visión del país que tengan los gobiernos, es en primer lugar una cuestión de justicia, pero es también un requisito de efectividad. La mirada económica y la mirada administrativa sobre los asuntos públicos se precian de ser técnicas, concretas, de estar enfocadas en las condiciones de eficiencia y eficacia. Pero esta crisis ha revelado la insuficiencia de esa óptica. Al construir una economía sin derechos o donde los derechos iban a ser un resultado derivado, un efecto virtuoso, pero secundario, del crecimiento, se edificó un país con bases frágiles.

Una mirada de derechos humanos, como enfoque rector, habría planteado mayores exigencias, habría dado cimientos más profundos y sólidos a lo que se empezó a edificar a inicios de este siglo. Una mirada centrada en derechos implica mejores empleos, mejores previsiones sociales, un sistema de educación y de salud que ofrezca seguridad a las personas, brechas de desigualdad más cortas y, por lo tanto, un funcionamiento más armónico de la sociedad en horas de crisis. El respeto de los derechos humanos no es, así, un resultado adventicio del desarrollo y del crecimiento sino uno de sus requisitos centrales, una condición de su éxito.

La lección es clara y rotunda y también, lamentablemente, dolorosa. Una sociedad sin derechos siempre es una sociedad frágil y al borde de la crisis, aunque las cifras digan pasajeramente lo contrario.


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