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Editorial 28 de abril de 2020

Desde los inicios de la crisis sanitaria mundial y hasta el presente se ha echado de menos la existencia de una enérgica coordinación internacional para hacerle frente mediante políticas comunes o concertadas. Incluso en los grandes bloques regionales se ha impuesto por omisión la respuesta únicamente nacional, que, además, giró prontamente alrededor del cierre de fronteras –es decir, que más allá de la pertinencia de la medida, subrayó la tendencia al aislamiento político antes que a la cooperación. Se podría decir que la única instancia de alcance mundial que ha tenido protagonismo es la Organización Mundial de la Salud, que, por lo demás, está sujeta a críticas diversas.

Más allá de la crisis actual, hay que notar que esta es una tendencia que viene desde años atrás y que constituye un motivo de preocupación para la protección de los derechos humanos alrededor del mundo. Nos referimos a esa tendencia creciente a cuestionar el internacionalismo y el multilateralismo, a relativizar ciertas convicciones sobre la universalidad e inderogabilidad de la dignidad humana, que son las bases filosóficas, normativas e institucionales sobre las cuales maduró el Derecho Internacional de los Derechos Humanos en el último siglo.

Dos tendencias han confluido en ese proceso. Por un lado, la emergencia de corrientes ideológicas y políticas de corte nacionalista y principalmente vinculadas con un pensamiento de ultraderecha. Por el otro lado, el avance paulatino, como razón de Estado, de un paradigma securitario, que lleva a privilegiar la seguridad y el control ciudadano por encima de las garantías a los derechos humanos. El terrorismo internacional y las migraciones masivas por las guerras en el Oriente Medio y en África, han servido de acicate y de justificación a esta orientación. Hoy ella empieza a traducirse jurídicamente en las restricciones a los derechos asociados a la migración, y a las figuras jurídicas de asilo y refugio.

La cultura, el marco institucional y la normatividad de los derechos humanos reposan sobre otras bases: universalismo, valoración de la dignidad humana, solidaridad y reconocimiento. Ello se expresó en las últimas décadas en prometedores proyectos internacionales y multilaterales, que a su vez han dado pie a significativas conquistas como la jurisdicción internacional y, antes que eso, a un compromiso mundial con el avance en el reconocimiento, protección y garantía de los derechos. Hoy en día los bloques regionales o naciones que lideraron esa tendencia, y que habrían de ser sus principales baluartes, se encuentran enfrascados en otros debates o conducidos en otras direcciones por liderazgos transitorios. Y eso se refleja, como se ha dicho, en la carencia de una respuesta a la pandemia que sea a la vez efectiva y cuidadosa de la integridad humana.

Nada de eso significa, naturalmente, que la causa de los derechos humanos como movimiento ético, normativo e institucional que compromete a todo el mundo, esté perdida. Significa, en todo caso, que este es el momento de reafirmar compromisos y de señalar, en medio de una crisis sin precedentes, que nuestras respuestas pueden y deben estar siempre en sintonía con la defensa universal, regional y nacional de la dignidad humana. 


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