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Editorial 1 de diciembre de 2020

Con los primeros estragos de la pandemia de Covid-19 se hizo innegable que el Perú, a pesar de su considerable crecimiento económico de los últimos 20 años, seguía siendo un país pobre en muchos aspectos. Es, sobre todo, un país incapaz de brindar servicios de salud y de educación mínimamente aceptables a la mayoría de su población, y también uno que deja en situación de aguda vulnerabilidad a sectores enteros de su población.

Las protestas de trabajadores agrícolas que han empezado esta semana en la región de Ica reeditan esa revelación y muestran una vez más cómo, en muchos aspectos, la prosperidad en el Perú es una máscara que disfraza una desagradable realidad de injusticia y denegación de derechos.

Durante años se ha postulado a la industria agrícola iqueña –y en particular a su sector agroexportador—como un modelo de crecimiento continuo y pleno empleo conseguidos gracias a una norma conocida como la ley de Régimen Laboral Agrario. La vigencia de esa ley, dada por Alberto Fujimori hacia fines de su gobierno autoritario, fue prorrogada por el gobierno de Martín Vizcarra hasta el año 2031. Se trata de una norma concebida en su momento como un instrumento temporal de promoción del sector agrario. Amparándose en su carácter supuestamente excepcional la ley brinda enormes ventajas a los inversionistas y al mismo tiempo reduce o escamotea los derechos de los trabajadores. Eso, que en toda situación es cuestionable, era sin embargo presentado como una necesidad transitoria. Veinte años después se ha ampliado por una década más esa situación ya criticable desde sus inicios.

«Se ha producido un notorio crecimiento en el agro iqueño. Sin embargo, eso ha sido logrado a expensas de los derechos de los trabajadores y con diversos esquemas de explotación laboral.»

Resulta innegable, por supuesto, que se ha producido un notorio crecimiento en el agro iqueño. Sin embargo, eso ha sido logrado a expensas de los derechos de los trabajadores y con diversos esquemas de explotación laboral. Todo ello sitúa a la realidad del agro iqueño bastante lejos de los estándares de empleo digno que el Perú debería cumplir como parte de sus compromisos en materia de derechos humanos.

Es llamativo que, ante la irrupción de la protesta, algunos sectores no tengan otra respuesta que reclamar una enérgica intervención policial. Eso es una réplica de una costumbre bastante arraigada en la política peruana, y que de hecho acabábamos de ver con ocasión de las recientes protestas contra la usurpación del gobierno. En lugar de pensar en la búsqueda de acuerdos mediante una negociación abierta y de buena fe, se sigue estimando que la imposición de la fuerza es toda la respuesta que merecen los sectores sociales descontentos o que reclaman el respeto de sus derechos.

Así, los hechos de Ica, que recién empiezan a desenvolverse, nos dejan por lo pronto dos lecciones o dos advertencias: que no se puede construir un país próspero y desarrollado con un Estado que brinda todas las ventajas a las empresas y recorta el derecho de los trabajadores, y que todavía necesitamos comprender que una democracia se construye mediante el diálogo, no con el uso de la fuerza.


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