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Notas informativas 13 de diciembre de 2022

El miércoles pasado, Pedro Castillo trató de liquidar la democracia peruana con una versión -felizmente- improvisada de golpe de Estado, intento que fracasó tan solo en las dos horas que le siguieron. Esta lamentable acción política se suma al historial de ataques que viene sufriendo nuestro frágil régimen desde el año 2016. Pero, si bien el fracaso de Castillo tranquiliza, antes que una victoria de los mecanismos democráticos, este fue, más bien, otro ejemplo de su profunda debilidad, así como del ausente compromiso con la democracia por parte de nuestros representantes políticos.

Y antes de seguir, corrijo, porque más que políticos, estos son hoy mejor caracterizados como “ocupantes ocasionales del poder”. El sistema político peruano se encuentra atestado de personajes poco sensatos y cortoplacistas, que toman decisiones basadas en su interés personal y carecen de cualquier tipo de mesura al momento de poner en práctica sus prerrogativas institucionales, lo que explica en buena parte por qué la democracia peruana es constantemente asaltada. Hay varias razones detrás de la reproducción de este tipo de actor político, y una de ellas se vincula con el creciente clima antipolítico que hay en el país.

Aunque parezca paradójico, la antipolítica hace referencia a una forma de hacer política que se encuentra en los candidatos y actores que aparecen en las jóvenes democracias de la región a finales del siglo XX. Este discurso busca prescindir de los partidos como el mecanismo clásico de representación, sataniza la política como una actividad pública e institucionalizada, y es utilizado como un recurso por outsiders para renegar de los liderazgos tradicionales en un tono populista [1]. Es una crítica a la mismocracia de siempre, como diría George Forsyth.

Sin embargo, antes que un recurso, la antipolítica es, hoy, también una creencia ciudadana. Para un buen sector de la población, la política no solo no resuelve los problemas colectivos del país, sino que es algo con lo que debemos cargar, no algo en lo que debamos invertir energías. No estamos, en ese sentido, solamente frente a una crítica fundada en el mal desempeño de las autoridades e instituciones, sino a una manera de entender dicha actividad y a una insatisfacción más profunda y menos reversible sobre su funcionamiento [2].  Y todo ello tiene consecuencias palpables.

Una primera ha sido el apoyo generalizado a medidas que han contribuido a desintegrar la política peruana a su unidad más básica: el candidato individual [3]. Justificándose en la lucha contra la corrupción y contra los “políticos de siempre”, la implementación de, por ejemplo, la prohibición de la reelección inmediata de congresistas y de autoridades a nivel subnacional ha agudizado la construcción de una arena de representación en la cual los políticos actúan en un marco temporal de corto plazo. Así, y como lo señala Mauricio Zavaleta, hoy nuestra legislación se asegura de que prácticamente todos los cargos de elección popular se renueven por completo en cada ciclo electoral, dificultando la construcción de trayectorias políticas y contribuyendo a la reproducción de este perfil de actor [4].

Otra consecuencia es el adormecimiento de la construcción de una demanda ciudadana por una mejor representación política. Por el contrario, esta forma de entender la política refuerza el desinterés por los asuntos públicos. Sin ir más lejos, hay un buen ejemplo de este punto en la nula atención que se le dio a la elección de más de 13 mil autoridades a nivel subnacional en las Elecciones Regionales y Municipales (ERM) de este añoSi se percibe como negativa y de por sí incapaz de dar solución a los problemas ciudadanos, el desinterés resultante reduce considerablemente las posibilidades de mejorar las opciones de candidatos y organizaciones en los diferentes niveles de la competencia electoral.

La parte más compleja es que estás dinámicas desembocan en un ciclo vicioso sin opciones aparentes de salida. Actores políticos poco sensatos y cortoplacistas alimentan la precepción de que la política es una carga más que una posibilidad. Y es justamente esta percepción la que incentiva, por un lado, el apoyo ciudadano a medidas que terminan reproduciendo al mismo tipo de actor en la arena de representación; y por el otro, aletarga las posibilidades de construir una demanda para elevar la calidad de los actores y organizaciones en competencia. Cambiar la forma en la que la ciudadanía entiende lo que es y debe ser la política es uno más de los retos que hoy enfrenta nuestra democracia.

(*) Politólogo y coordinador del Área de Relaciones Institucionales y Proyectos del IDEHPUCP.

[1] Para una mayor revisión y aplicación del concepto, se encuentran los textos de Antipolítica y Neopopulismo, de Mayorga (1995); La década de la antipolítica, de Carlos Iván Degregori (2014); y algunos artículos de opinión de Nicolás Lynch. Ver, por ejemplo: https://nicolaslynch.pe/opinion/politica-y-antipolitica 

[2] Las expresiones de esta concepción ya son conocidas: el menor nivel de confianza en la legislatura y los partidos políticos de toda la región, la corrupción percibida como un fenómeno generalizado entre las autoridades públicas y la sensación ciudadana de desinterés de las autoridades por las necesidades y demandas colectivas. Para mayor detalle, ver: 

[3] Para una mayor discusión sobre este punto, ¿se pueden revisar los textos Why no party-building in Peru?, de Levitsky y Zavaleta (2016); o ¿Por qué no hay partidos políticos en el Perú?, de Levitsky y Zavaleta (2019).

[4] Ver: Coaliciones de independientes, una segunda mirada. En: Coaliciones de independientes. Las reglas no escritas de la política electoral (2da edición), de Mauricio Zavaleta (2022).