Se han cumplido treinta y cinco años desde la masacre de Accomarca, uno de los más graves casos de violaciones de derechos humanos cometidas por agentes del Estado durante el conflicto armado interno. El 14 de agosto de 1985 una patrulla del Ejército al mando del entonces subteniente Telmo Hurtado asesinó con sevicia a más de 60 personas –hombres, mujeres y niños– del distrito de Accomarca, en la provincia ayacuchana de Vilcashuamán. Se tuvo que esperar 31 años para que se hiciera justicia. Recién en el año 2016 la Sala Penal Nacional emitió sentencia condenatoria contra los autores de esa matanza, a la que reconoció estatus de crimen de lesa humanidad. Dos años después, en septiembre de 2018, la Corte Suprema ratificó la sentencia.
La masacre de Accomarca es un emblema doloroso y sublevante, y por ello su rememoración es necesaria. Es emblemática, por lo menos, de tres aspectos de la conducta del Estado durante la época de la violencia armada.
En primer lugar está la vertiginosa brutalidad con la cual actuaron la policía o las fuerzas armadas en muchas ocasiones. Como se sabe, las víctimas fueron sacadas de sus casas a la fuerza y las mujeres fueron separadas para ser sometidas a violación sexual; después, todos fueron encerrados y acribillados. En seguida se prendió fuego al lugar de encierro sin saber si todavía había personas vivas adentro. El asesinato de los niños, según Telmo Hurtado, estaba justificado por el supuesto de que tarde o temprano se harían senderistas.
En segundo lugar, hay que mencionar la conjura de impunidad a la que se adhirieron las autoridades civiles respecto de este y muchos casos más. Esa impunidad se expresó, primero, mediante la remisión del caso al fuero militar, el cual, como era habitual, determinó que la masacre de casi 70 personas desarmadas era solamente un abuso de autoridad. Después vino la amnistía decretada por el gobierno de Alberto Fujimori. Y después, ya nuevamente en democracia, la falta de voluntad o incluso la resistencia institucional a hacer justicia –comenzando por el desinterés en lograr la extradición de Telmo Hurtado, fugado tras la amnistía–, lo que condujo a que recién en 2016 hubiera una sentencia.
«Recordar Accomarca es necesario. Si bien, como lo estableció la Comisión de la Verdad y Reconciliación, Sendero Luminoso fue el principal y mayor responsable de la tragedia colectiva vivida entre 1980 y 2000, también es cierto que el Estado incurrió en graves crímenes.»
Es, pese a todo, positivo que esta haya sido una sentencia condenatoria no solo contra los autores materiales, sino también contra los altos mandos, en tanto autores mediatos. Eso implicó desbaratar la tesis institucional de que Hurtado había actuado por decisión individual, cuando en verdad lo hizo siguiendo órdenes superiores, y además significó un reconocimiento de que en crímenes de esta naturaleza la justicia está obligada a reconstruir la cadena de mando que está detrás.
En tercer lugar se encuentra, evidentemente, la consistente pauta de marginación y de racismo, sobre todo contra la población de los andes y de la amazonia, que llevó siempre a quitar importancia a los crímenes cometidos contra ella y a justificar esos crímenes como un costo de la pacificación. Las décadas de búsqueda de justicia por esa población tuvieron siempre como contrapartida décadas de negación, indiferencia o incluso justificación de los crímenes, por amplios sectores del Estado y de la sociedad. No hay que olvidar, tampoco, en este caso en particular, el papel que tuvieron diversos medios de comunicación en la diseminación del retrato de Telmo Hurtado como un personaje patológico, lo cual contribuía a borrar la responsabilidad institucional en la masacre. Contra esa espesa red de negacionismo se levantó la persistencia y la acción organizada de los familiares en su demanda de respuestas y acción judicial, otro ejemplo más del papel de las víctimas en la construcción de una paz con justicia en el Perú.
Recordar Accomarca es necesario. Si bien, como lo estableció la Comisión de la Verdad y Reconciliación, Sendero Luminoso fue el principal y mayor responsable de la tragedia colectiva vivida entre 1980 y 2000, también es cierto que el Estado incurrió en graves crímenes. Y una democracia no se puede asentar sobre la negación de esto último. Una democracia demanda reconocimiento y responsabilidad. Los terribles hechos de agosto de 1985, la larga historia judicial que siguió a ellos, la eterna desatención a las víctimas de estas y otras atrocidades del Estado y de Sendero Luminoso, todo ello nos habla de los enormes cambios todavía necesarios en el país. El primero y fundamental es convencer a nuestro Estado y convencernos nosotros mismos de que la vida y la dignidad humana de todos deben ser reconocidas, garantizadas y respetadas en toda circunstancia.
Editoriales previas:
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