Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Editorial 2 de junio de 2020

En lo que va del gobierno de Martín Vizcarra, y contando al recientemente nombrado Alejandro Neyra, ha habido siete ministros de Cultura. Si se toma en cuenta el gobierno trunco de Pedro Pablo Kuczynski, tenemos diez ministros del sector en un solo periodo de gobierno constitucional, del cual quedan todavía catorce meses por delante. Algunos de los transeúntes de ese despacho han sido personas con calificaciones adecuadas al cargo; otros han sido funcionarios de ocasión, sin mayor familiaridad con los temas y problemas de ese ministerio. Pero dejando a un lado méritos y deméritos individuales, la sola cifra de diez ministros en cuatro años documenta la falta de institucionalidad en el sector y la falta de voluntad política para llevar a cabo una política cultural sólida, sostenible y pertinente.

Es cierto que, desde un punto de vista normativo y de diseño formal, hemos tenido en las dos últimas décadas algún progreso en materia de política de la cultura. Se podría decir que el paso más interesante y positivo en ese contexto es la incorporación en el marco institucional del Estado de la diversidad cultural como un rasgo constitutivo de nuestra sociedad y como una realidad que implica obligaciones jurídicas para el Estado. Desde esa óptica, nos encontramos bastante lejos de la situación que primó durante casi toda la vida republicana, en la que Estado y sociedad eran concebidos de una manera monocultural y en la que las culturas nativas eran no solamente ignoradas, sino también despreciadas y agredidas. (La idea de colonización de la selva impulsada en la década de 1960 es un ejemplo paradigmático de esa visión).

«El Ministerio de Cultura no consigue hacer efectivas sus propias políticas y mucho menos logra aquello que debería ser su función más amplia y trascendente: insertar un enfoque de gestión cultural y de interculturalidad.»

Sin embargo, esas transformaciones positivas se encuentran todavía muy lejos de convertirse en realidad concreta en las políticas del Estado, así como en sus intervenciones específicas. Y ello obedece en gran medida, entre otros factores, a la inexistencia de un liderazgo sostenido en el sector, es decir, a la falta de una visión decidida, dotada de la suficiente autoridad, habilitada con el poder y la capacidad de acción necesarios para ejecutar sobre el terreno la normativa interna e internacional correspondiente y las políticas diseñadas por el propio Estado. Como resultado de esto, el Ministerio de Cultura no consigue hacer efectivas sus propias políticas y mucho menos logra aquello que debería ser su función más amplia y trascendente: insertar un enfoque de gestión cultural y de interculturalidad en todos los campos de la acción estatal, desde los servicios públicos básicos hasta aspectos específicos de la política económica, pasando, obviamente, por la educación.

La débil presencia de la mirada intercultural en las respuestas estatales a la pandemia de COVID-19 es una clara ilustración de lo que se señala. No es un efecto aislado sino congruente con la actuación del Estado en muchos campos; por ejemplo, las maneras de gestionar los conflictos socioambientales, las falencias del enfoque intercultural en la educación y las negligencias y omisiones en el manejo de la política territorial y la necesaria protección de derechos comunales.

Todo lo señalado, como hemos dicho, sitúa el problema de la gestión de la cultura en el Perú en un plano general: existen las normas, existen diseños de política perfectibles, encaminados razonablemente, pero no existe una autoridad competente a cargo ni, peor aún, una voluntad estatal al más alto nivel de responder a los enormes retos, deberes y deudas históricas que se derivan de nuestra condición de país pluricultural.


Editoriales previas: