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Editorial 25 de mayo de 2020

Este fin de semana la cobertura de medios sobre la pandemia de Covid-19 se centró en la gravedad que esta crisis ha adquirido en América Latina. La Organización Mundial de la Salud ha anunciado que nuestra región es el nuevo epicentro de la pandemia. Brasil figura hoy como el segundo país con más casos de contagio registrados en el mundo después de Estados Unidos. Perú, por otro lado, es el segundo país con más casos en la región.

Estas clasificaciones han de ser tomadas, por cierto, con cierta dosis de relativismo, pues sabemos que el número de casos registrados está condicionado por el número de pruebas que se realice en cada país. Del mismo modo, al momento de clasificar los países según decesos por Covid-19 resta un margen de dudas, pues no todos los países hacen el registro y la atribución de causas de un deceso del mismo modo. Sí es un hecho incontrovertible, en todo caso, que en todos los países existe una brecha entre los decesos oficialmente atribuidos a la pandemia y el número real, aunque no oficial, de muertes con ese origen. Pero eso no significa necesariamente que un gobierno esté falseando la situación real de manera deliberada.

No obstante, y sin desechar esas precauciones, la perspectiva inmediata para los países de la región es alarmante. En contra de las previsiones y de lo buscado mediante las medidas de cuarentena y afines, el pico de la expansión del contagio no ha sido alcanzado todavía en la mayoría de los países. Si bien algunos de ellos, como Colombia y Argentina, registran cifras de contagios, decesos y ritmo de expansión comparativamente moderadas, se estima que el peor momento de la crisis no ha pasado todavía.

«Para América Latina la lección es clara, y no es una novedad sino una ratificación de una vieja verdad: nuestras crisis políticas, económicas o, en este caso, sanitarias, suelen ser, en última instancia, una crisis de ciudadanía.»

Ante este panorama se vuelven a hacer patentes los factores de riesgo ya señalados al inicio de la crisis, y que tienen estrecha relación con la desigualdad social que prevalece en la región latinoamericana. Más allá de la mayor o menor diligencia mostrada por cada gobierno, es un hecho que los sistemas de atención de salud están al borde del colapso, si es que no han sido ya desbordados. Y sabemos, por otro lado, que para buena parte de la población es difícil acatar rigurosamente la cuarentena por obvias necesidades económicas en una región donde el empleo es precario e inseguro. Todo ello no hace sino reflejar una fractura histórica de los países: existe una clara relación entre los déficit de ciudadanía de la región y la deficiente calidad de los servicios públicos, así como su insuficiente cobertura.

La brecha de ciudadanía fue repetidamente señalada desde fines de la década de 1990, cuando América Latina experimentaba en términos generales una fase de consolidación de las democracias (con algunas excepciones y sobresaltos, como fue la experiencia autoritaria en Perú). Se hablaba entonces de la distancia que existía entre la maduración de instituciones y prácticas democráticas –separación de poderes, respeto de la Constitución y elecciones libres y competitivas—y el ejercicio real de derechos por parte de la población. Esa situación se agravaría por la concurrencia de al menos dos fenómenos más: el deterioro de los sistemas de partidos políticos, que debilitaría severamente la representación de intereses y demandas ciudadanas, y una ostensible limitación de funciones del Estado bajo el paradigma de libre mercado que se introdujo de manera radical en la década de 1990. El resultado combinado de todo ello ha sido, en efecto, una parálisis, cuando no un retroceso, de los servicios básicos del Estado (como salud, educación y la política previsional) así como una limitación de la capacidad estatal para desarrollar políticas de emergencia.

Hoy abundan los análisis y especulaciones sobre cómo variará el orden mundial después de esta crisis sanitaria global. Cualquier prospección es hoy arriesgada, y también es posible que nada cambie sustancialmente cuando la emergencia haya pasado. Pero para América Latina la lección es clara, y no es una novedad sino una ratificación de una vieja verdad: nuestras crisis políticas, económicas o, en este caso, sanitarias, suelen ser, en última instancia, una crisis de ciudadanía.


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