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Editorial 10 de noviembre de 2020

La destitución del presidente Vizcarra por el Congreso de la República es un acto legalmente debatible, políticamente indefendible y moralmente repudiable. La consolidación de esta captura del gobierno por los grupos conjurados en el Parlamento significará un severo retroceso para la democracia peruana, y además implicará un riesgo mayúsculo para el cumplimiento de tareas esenciales para el país. Entre ellas, cabe mencionar, al paso, la lucha contra la corrupción, la mejora del sistema de educación superior, el saneamiento del sistema político, las políticas de equidad de género, la protección de derechos de pueblos indígenas, el control y fiscalización de industrias ilegales, informales o lesivas para el medio ambiente, y, desde luego, la urgente atención a la pandemia de COVID-19 y hasta la realización de las próximas elecciones.

Desde el punto de vista legal, los grupos coaligados para declarar vacante la Presidencia han aprovechado la figura constitucional de la incapacidad moral. Esa figura, que ha estado rondando siempre el trajinar político de las dos últimas décadas, adolece de una imprecisión tal que se presta fácilmente a la arbitrariedad y, en última instancia, al abuso de derecho. Un análisis serio de la validez jurídica de la declaración de vacancia no se puede limitar a la letra de una disposición normativa, sino que demanda una interpretación doctrinaria y sistemática de sus alcances. De lo contrario, las consecuencias saltan a la vista: una aplicación arbitraria e interesada del concepto, que genera aguda inestabilidad y, sobre todo, corroe el estado de Derecho en sí mismo y lo pone a merced de oscuros intereses particulares. Ya desde el anterior intento de vacancia, en septiembre, se planteó ante el Tribunal Constitucional sólidos argumentos relacionados con una contienda competencial. Hay que añadir a eso, por cierto, el carácter sumario del proceso, un apresuramiento del Congreso que subraya su motivación eminentemente política.

«Si este acto del Congreso es moralmente repudiable, además de jurídica y políticamente cuestionable, no es solo por lo que revela sobre el carácter moral de sus actores, sino, sobre todo, por la forma como se juega con la calidad de vida de los peruanos.»

La endeblez jurídica de este acto congresal no es, por otro lado, sino una señal de que su motivación es principalmente política, en el sentido deleznable de la expresión. Se debe tener presente esta circunstancia: las acusaciones que motivaron la moción de vacancia no han sido objeto de una investigación por el Congreso, que, en lo esencial, se ha conformado con actuar sobre la base de denuncias periodísticas, a su vez basadas en declaraciones de una persona que aspira a tener estatus de colaborador en una investigación fiscal. Todo esto no quiere decir, obviamente, que el presidente Vizcarra no debiera ser investigado. Por el contrario, debía ser objeto de investigación fiscal, pero precisamente por eso –porque hay una investigación fiscal en curso—es que el acto del Congreso aparece más desnudamente como una maniobra política orientada a proteger o satisfacer intereses y ambiciones particulares muy alejados del interés público, e incluso reñidos con él. En última instancia, esta conjura de intereses dispares –que pueden ir desde la excarcelación de reos por diversos delitos hasta la aniquilación de políticas públicas indispensables, pero desfavorables para ciertos negocios—ilustra de la manera más descarnada la descomposición política del país, un trance que no hemos logrado revertir en las dos últimas décadas.

Esa descomposición política es, por cierto, el reverso de una profunda descomposición moral. La sociedad peruana viene librando una angustiosa batalla no solo contra ambiciones autoritarias que se niegan a desaparecer, sino también con diversas formas de corrupción e intereses ilegales, que han conseguido insertarse en el núcleo de nuestro sistema político. Ahí, en ese núcleo, grupos políticos desaprensivos u oportunistas no muestran mayor reparo a establecer pactos con grupos manifiestamente corruptos. Las alianzas y contubernios que hemos visto tejerse y destejerse fugazmente, particularmente en este periodo de gobierno, son una cotidiana exhibición de esa corrosiva simbiosis de la política con la corrupción. Por último, no puede ser ajeno a una evaluación de este episodio el papel jugado por algunos medios influyentes del periodismo televisado, impreso y radial en la tarea de demolición institucional del país. Eso también forma parte de la corrosión ética de nuestra sociedad.

Si este acto del Congreso es moralmente repudiable, además de jurídica y políticamente cuestionable, no es solo por lo que revela sobre el carácter moral de sus actores, sino, sobre todo, por la forma como se juega con la calidad de vida de los peruanos. Poco parece importar al Congreso la pandemia que estamos enfrentando dolorosamente, ni el derecho de niños y niñas y jóvenes peruanos a una mejor educación, ni la defensa de la dignidad y la calidad de vida de diversos sectores de la población, ni, por último, el derecho político de la ciudadanía a elegir a sus autoridades.

No ha sido un secreto, durante el desarrollo de esta oscura trama, el deseo de varios grupos del Congreso de suspender las elecciones ya convocadas para abril de 2021 y de ganar tiempo para reacomodar las reglas de juego a sus intereses de captura del poder y permanencia en los cargos. Algún representante de los coaligados ha dicho ya que no hay planes de suspender la elección. Pero esas palabras no bastan para dar garantías de nada. Hoy, ante este acto ilegítimo de los grupos que dominan el Congreso de la República, es indispensable exigir por lo pronto, y sin perjuicio de otras formas de impugnación, vigilancia o reclamo, que desistan de toda pretensión de negar al país su derecho a celebrar elecciones tal como está previsto, en abril de 2021.


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