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Editorial 27 de octubre de 2020

En el mes de agosto se cumplieron 75 años desde el primer y único uso de armas nucleares en una guerra: el bombardeo de las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki por parte de los Estados Unidos, uno de los hechos más atroces en una guerra mundial que abundó en atrocidades. Ese ataque, por un lado, puso punto final a esa conflagración, pero, por otro lado, inauguró una carrera armamentista nuclear que todavía no termina, y que supone uno de los más graves peligros para el planeta. Hoy en día son nueve los países que cuentan con arsenal nuclear: Estados Unidos Gran Bretaña, Rusia, China, Francia, Israel, India, Pakistán y Corea del Norte.

Tiene, por ello, una particular significación que, tres cuartos de siglo después, por fin vaya a entrar en vigor el Tratado para la Prohibición de las Armas Nucleares, el cual fue aprobado en la Asamblea General de las Naciones Unidas en el año 2017, y acaba de cruzar el umbral de ratificaciones que permite su vigencia efectiva. En efecto, con la ratificación de Honduras, hace pocos días, se completa el número mínimo de 50 Estados requerido para ello.

El Tratado, que entrará en vigor el 22 de enero de 2021, se convierte así en el primer instrumento jurídico internacional de carácter vinculante contra las armas nucleares. Los países que ratifiquen ese instrumento se obligan a “nunca, bajo ninguna circunstancia, desarrollar, probar, producir, fabricar o adquirir, poseer o almacenar armas nucleares u otros dispositivos nucleares explosivos”.

Como se ha resaltado en estos días, la enorme importancia de ese tratado reside más allá de su eficacia inmediata. Está claro que él es un paso hacia un objetivo todavía por ser logrado, y que no es todavía suficiente por sí mismo, en la medida en que las potencias nucleares no solamente no lo suscriben, sino que incluso se muestran hostiles al acuerdo. Desde la aprobación del Tratado, hace tres años, algunas de esas potencias vienen tratando de disuadir a la comunidad mundial de ratificarlo, sugiriendo que su efectividad es más que dudosa. Sin embargo, si se toma en cuenta los recurrentes fracasos de las potencias nucleares “antiguas” para evitar la proliferación nuclear (como, por ejemplo, en Corea del Norte, sin olvidar la actual incertidumbre sobre Irán), queda claro que un consenso jurídico global resulta indispensable. Este habrá de funcionar gradualmente, como lo han hecho instrumentos internacionales contra armas químicas y biológicas o minas antipersonas, generando una conciencia mundial y un movimiento de presión que termine por proscribir prácticas que se encuentran reñidas con los principios básicos del derecho internacional humanitario. Es así como ha avanzado de manera gradual, pero sostenida, la cultura de los derechos humanos desde la última posguerra mundial, y como seguirá avanzando a pesar de los desafíos que enfrenta en los últimos años.


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