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Editorial 24 de noviembre de 2020

El gobierno ha realizado ayer una renovación del Alto Mando de la Policía, lo cual incluyó el nombramiento de un nuevo comandante general y el pase a retiro de tres tenientes generales y de quince generales. Se trata, en un sentido inmediato, de una respuesta al desempeño de la policía durante las protestas ciudadanas contra la usurpación del gobierno, en las cuales se hizo uso abusivo de la fuerza pública, así como también a recientes actos de corrupción. En un sentido más amplio, se plantea la intención de una reforma de la institución policial, un propósito que, en realidad, ha sido abordado varias veces en los últimos años, siempre sin resultado satisfactorio.

Se podría tener algunas dudas sobre las perspectivas de éxito de tal reforma ahora que es intentada por un gobierno transitorio y de corta duración. Pero es incontrovertible la necesidad de un cambio significativo, y es de esperarse que la iniciativa que se acaba de emprender conduzca a un esfuerzo sostenido (lo cual implicará una responsabilidad del próximo gobierno) y esté apoyada en un plan de acción claro. Se trata, por lo menos, de realizar tres amplios fines: tener una policía libre de corrupción, eficiente en el combate a la delincuencia y en el resguardo del orden público, y plenamente respetuosa de los derechos humanos de la población. Son, evidentemente, fines interdependientes y que se implican mutuamente.

«Las brechas entre normatividad y práctica real aparecen, así, como un problema de voluntad política, de diseño institucional, y, también, de concepción del papel policial y de la manera como la policía (y, por extensión, el Estado) miran a la ciudadanía.»

El último de los temas mencionados es hoy resaltado especialmente, como se ha dicho, por lo sucedido durante las recientes protestas ciudadanas en Lima y en varias otras ciudades del país. Se encuentra bajo investigación la responsabilidad por las muertes de dos personas. Pero, entre tanto, resulta claro que la policía actuó sin respetar las normas que regulan el uso de la fuerza pública, normas que recogen estándares internacionales y que tienen plena vigencia para el Estado peruano. Se ha señalado que durante las manifestaciones la policía incurrió en uso masivo e indiscriminado de gases lacrimógenos; disparos de proyectiles con gases lacrimógenos contra personas; uso de escopetas perdigoneras contra personas que se manifestaban pacíficamente, y disparos al aire de armas letales.

Es necesario remarcar, por lo demás, que no es la primera vez que se señala un uso abusivo de la fuerza pública. Eso también ha sido señalado por la Defensoría del Pueblo en el contexto de protestas sociales asociadas con el medio ambiente y reclamos sobre territorio en distintas partes del país.

La respuesta a esta recurrencia es multidimensional y tal vez no principalmente normativa. Aunque hay normas que mejorar –y normas que derogar, como aquella que ha erosionado el principio de proporcionalidad en el uso de la fuerza–, el Estado peruano es suscriptor de un marco normativo que refleja el consenso internacional en la materia. Las brechas entre normatividad y práctica real aparecen, así, como un problema de voluntad política, de diseño institucional, y, también, de concepción del papel policial y de la manera como la policía (y, por extensión, el Estado) miran a la ciudadanía, sobre todo cuando esta se moviliza y protesta en resguardo de sus derechos.


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