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Editorial 25 de enero de 2022

Fuente: Eldiario.es

Han transcurrido diez días desde el que se considera ya el mayor desastre ecológico de nuestra historia contemporánea –el derrame de casi 6 mil barriles de petróleo en el mar de Ventanilla—y las respuestas a la situación son enteramente insatisfactorias. Nos referimos a las respuestas en cuanto acciones prácticas de contención y limpieza, pero también a las explicaciones que ofrecen los representantes de la empresa responsable –Repsol—y los funcionarios del gobierno competentes en la materia.

Todo indica que la primera responsabilidad en este trágico hecho es de la empresa operadora, pero respecto de esto no se ha oído una sincera admisión de parte de sus representantes ni una declaración concreta de compromisos de acción para mitigar o remediar el desastre. Se ha resaltado de inmediato, en todo caso, la ausencia de una estrategia de respuesta pronta y proporcional a la magnitud del desastre. Y todo ello reedita la pregunta sobre las maneras en que en las últimas décadas el Estado peruano –y, más concretamente, sus sucesivos gobiernos—han entablado relaciones y han celebrado contratos con la inversión privada, que, si bien es necesaria siempre, debe estar sujeta a regulaciones como las que existen en todo el mundo, dirigidas a salvaguardar y favorecer el interés público.

«Corresponde al Estado adoptar una acción enérgica en esta circunstancia, tanto en la respuesta material a la crisis –movilizando todos sus recursos pertinentes y exigiendo a la empresa hacer lo mismo— cuanto en la respuesta jurídica en las dimensiones civil, administrativa e incluso penal, si fuera el caso.»

Señalada esa responsabilidad de partida, es inevitable preguntarse sobre la intervención del Estado ante esta crisis. Tampoco de ese lado se observa una respuesta pronta. Ni la empresa ni el Estado están actuando con la celeridad indispensable para evitar la expansión del petróleo y para limitar sus daños. Se ha observado reacciones improvisadas, de magnitud y carácter artesanal –como es el recojo del petróleo con recogedores domésticos—y, peor aún, sin tomar las precauciones para el cuidado de la salud del personal encargado.

Corresponde al Estado adoptar una acción enérgica en esta circunstancia, tanto en la respuesta material a la crisis –movilizando todos sus recursos pertinentes y exigiendo a la empresa hacer lo mismo— cuanto en la respuesta jurídica en las dimensiones civil, administrativa e incluso penal, si fuera el caso. Se trata, en primer lugar, de contar con una investigación inmediata y exhaustiva que determine el alcance y el carácter de la responsabilidad incurrida (lo cual no excluye, por ejemplo, investigar el posible papel de la Marina en su omisión de una alerta de tsunami, aunque eso no signifique eximir a la empresa de su responsabilidad), y, en segundo lugar, de establecer las penalidades y exigir el pago de todos los costos y pérdidas asociados a este desastre. Pero, al mismo tiempo, una respuesta diligente implica organizar un plan de emergencia para atender a la población perjudicada gravemente por la contaminación –fundamentalmente, trabajadores del sector pesquero, pero también otros grupos de población, y también un plan para mitigar las secuelas naturales del desastre, en lo relativo a la fauna y la flora afectadas.

Hay que decir, por último, que este desastre ecológico es concretamente un atentado contra el derecho humano al medio ambiente y que se presenta en un contexto en que se va reconociendo y precisando cada vez más los compromisos y responsabilidades de las empresas frente a los derechos humanos. Esta es un área donde el consenso moral y jurídico internacional va creciendo firmemente, y que también debe ser tenida en cuenta en el Perú para este caso, y, en general, para construir una relación saludable, provechosa y responsable con la insustituible iniciativa económica privada.

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