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Editorial 11 de agosto de 2020

El domingo pasado, 9 de agosto, se conmemoró el Día Internacional de los Pueblos Indígenas, una fecha instituida por la Organización de Naciones Unidas. Esa fecha está referida a la primera reunión del Grupo de Trabajo sobre Poblaciones Indígenas de la Subcomisión de Prevención de Discriminaciones y Protección a las Minorías, que tuvo lugar en el año 1982. Pero, naturalmente, más allá de ese importante hito, se trata de una fecha de toma de conciencia sobre los derechos de los pueblos indígenas y sobre la obligación internacional de reconocer y garantizar dichos derechos.

Fue una circunstancia especialmente nefasta que, en el Perú, en esta fecha significativa se produjera también un enfrentamiento entre ciudadanos del pueblo indígena Kukama Kukamiria y agentes de seguridad del Estado, en el que se perdió vidas humanas. Este hecho, que tuvo lugar en el campamento petrolero conocido como Lote 95, en Loreto, se suma a una larga serie de hechos en los que pueblos indígenas y Estado se enfrentan alrededor de reclamos y demandas no atendidos y acuerdos no respetados.

Todo esto conduce a subrayar que, en el Perú, como en muchas partes del mundo, la historia moderna de los pueblos indígenas es la historia de su lucha por el reconocimiento. Hablamos del reconocimiento de la diversidad, así como del reconocimiento de sus derechos, pero también de su incorporación protagónica en la manera como las naciones y los Estados conciben su historia.

«Los pueblos indígenas del Perú están esperando, todavía, que el Estado ponga en acción medidas especiales, y vigorosas, que tengan en cuenta su múltiple condición vulnerable, y que además estén adecuadas a la diversidad cultural de la que son portadores.»

En el Perú de nuestro tiempo, como se sabe, a pesar de la serie de obligaciones internacionales contraídas por el Estado sobre la materia, el respeto de los derechos de pueblos indígenas es todavía una asignatura incumplida. Es cierto que se han producido algunos avances loables. Pero también es innegable que, sobre todo cuando está de por medio la extracción de recursos naturales, el Estado tiende a evadir sus obligaciones o a respetarles solamente pro forma, pero sin una atención verdadera y sustantiva a los derechos territoriales, entre otros. La manera como se viene aplicando la consulta previa a pueblos indígenas sobre decisiones de Estado que los afectan potencialmente, por ejemplo, ameritaría una evaluación seria e imparcial.

A esta situación, que quizá sea uno de los más importantes temas descuidados desde la restauración democrática del año 2000, se añade hoy, como se sabe, la crisis sanitaria causada por la pandemia de Covid-19. Los pueblos indígenas del Perú están esperando, todavía, que el Estado ponga en acción medidas especiales, y vigorosas, que tengan en cuenta su múltiple condición vulnerable, y que además estén adecuadas a la diversidad cultural de la que son portadores. Mientras eso no ocurre, la pandemia sigue haciendo estragos en zonas y poblaciones que se cuentan secularmente entre las más pobres y abandonadas por el Estado en todo el país. Y no solamente cabe temer mayores pérdidas de vidas humanas, sino también un mayor empobrecimiento para el futuro inmediato.

Todo esto solamente reafirma que el Estado y la sociedad peruanos tienen todavía pendiente el cumplimiento de una enorme deuda con los 55 pueblos indígenas u originarios actualmente reconocidos como tales en el país. Comenzar a saldar esa deuda implica, en primer lugar, adecuar de inmediato las políticas públicas y decisiones de Estado a la realidad y los derechos de esos pueblos. Pero eso no es todo. Necesitamos avanzar, mediante la educación intercultural, mediante la revisión de nuestra historia, mediante una reflexión crítica sobre nuestra forma de concebir a la nación, hacia la construcción de una sociedad respetuosa e incluso celebratoria de su diversidad.


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