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Editorial 30 de junio de 2020

Hoy concluye un periodo de catorce semanas de cuarentena, excepto en siete regiones donde la inmovilización obligatoria seguirá en vigor. Al concluir estos tres meses y medio hay en el país algo más de 280 mil personas contagiadas con Covid-19, se ha registrado más de 9.500 decesos y el Perú es el sexto país con mayor número de contagios en el mundo. Las noticias sobre si se ha llegado o no a la meseta –el momento de equilibrio a partir del cual el ritmo de expansión del contagio tenderá a atenuarse—son contradictorias; están más en el terreno de la opinión que en el de la certidumbre fáctica. Y también es todavía materia de opinión cuán acertadas o erróneas, cuán efectivas o deficientes, cuán indispensables o innecesariamente onerosas fueron las medidas adoptadas por el gobierno.

Esas son preguntas que habrá que responder tarde o temprano, así como habrá que discernir cuánto más y mejor se podía hacer desde la voluntad política aquí y ahora, y a cuánto sufrimiento estaba condenado el país de antemano por la omisión, la negligencia, la corrupción y la indiferencia de una larga sucesión de gobiernos.

En estas semanas hemos visto a miles de servidores públicos, honestos y responsables hasta el sacrificio, cumpliendo su deber con los escasos elementos que el Estado provee, y a millares de familias esforzándose por respetar las medidas de prevención y sobrevivir en medio de una angustiosa precariedad. Pero hemos visto, también, negligencia y abuso; la apropiación corrupta, por parte de diversas autoridades, de la ayuda destinada a los que menos tienen; una rapacidad empresarial que produce vértigo y desaliento; y una incapacidad del Estado para ordenar a la sociedad, para frenar la corrupción y el abuso, y para mitigar el desenfrenado lucro corporativo a costa de la salud de la población. Esas disfunciones, debilidades y favoritismos de la voluntad estatal no se crean en un día ni en un periodo de gobierno. Son la expresión de una historia larga, pero también son, concretamente, la manifestación de decisiones no tomadas desde el año 2000, un periodo de restauración democrática, pero también un periodo de crecimiento económico que debió servir para construir un Estado más equitativo y atento a los derechos y la dignidad de todas las personas.

«Existimos rodeados de una multitud, pero vivimos como si estuviéramos solos, según nuestros medios, orientados a nuestro exclusivo interés, centrados únicamente en realizar nuestros fines y cumplir nuestros deseos.»

Terminada la cuarentena mientras el contagio continúa rampante, toca ahora a la sociedad cuidarse por sus propios medios. El ministro de Salud, Víctor Zamora, ha dicho que en adelante tendremos dos herramientas: el autocuidado personal y el cuidado de las empresas. Son, lamentablemente, herramientas de dudosa utilidad a la vista de lo que hemos tenido hasta ahora, cuando el Estado estaba ejecutando medidas de control.

La tendencia al cuidado propio y al cuidado de los demás no ha sido un rasgo prominente de la sociedad peruana en estas semanas, como tampoco lo ha sido en años pasados. En esto, el Perú no es una excepción absoluta. Muchas sociedades multitudinarias de nuestro tiempo comparten en alguna medida una paradójica condición: existimos rodeados de una multitud, pero vivimos como si estuviéramos solos, según nuestros medios, orientados a nuestro exclusivo interés, centrados únicamente en realizar nuestros fines y cumplir nuestros deseos. Esa orientación es contrapesada en muchas sociedades por una fuerte conciencia de ciudadanía. Pero por diversas razones –culturales, socioeconómicas, de desarrollo político—no ha ocurrido así en el Perú: somos, sobre todo en el medio urbano, una muchedumbre solitaria –para recordar un título de David Riesman–, y, en estas circunstancias, eso significa que existiremos rodeados de posibilidades de contagio, pero podríamos carecer de acuerdos, consensos tácitos, tendencias al cuidado que mitiguen ese contagio en alguna medida razonable. En ese contexto, también será difícil esperar del mundo empresarial, que hasta ahora no ha dado señales de solidaridad ni de moderación de sus intereses, una conducta leal, cuidadosa, hacia sus conciudadanos.

Este un problema histórico de nuestro país que no podremos resolver en lo inmediato, pero que necesitamos encarar sin más dilación. Ahora que la sociedad tiene que cuidarse a sí misma la cultura ciudadana debería servir para proteger los derechos, poner freno al abuso, sostener gestos de solidaridad hacia los más vulnerables y respetarnos mutuamente, que es la única forma de cuidarnos. Será útil, cuando menos, que Estado y sociedad tomemos nota de esa necesidad, de ese enorme vacío por llenar, en esta difícil circunstancia.


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