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Editorial 7 de julio de 2020

Desde el momento de su instalación, el Congreso de la República dio señales de que no sería un actor constructivo para el saneamiento del sistema político nacional. Los dos problemas más resaltantes antes de que la atención pública fuera monopolizada por la pandemia –una profunda y extendida corrupción y la ínfima calidad intelectual y moral de los congresistas—no aparecieron como temas de preocupación para el nuevo Parlamento. Este se mostró interesado, más bien, en la preservación del statu quo.

Esa tendencia ha llegado a su ápice, por el momento, en los hechos del fin de semana. Estos hechos pueden ser descritos sin exagerar como una desnaturalización del sistema democrático en el Perú, puesto que implican un severo golpe a la autonomía y la independencia de instituciones fundamentales para el Estado de Derecho.

La aprobación de diversos artículos que cambian la Constitución fue realizada sin seguir los procedimientos que obligatoriamente deben anteceder a una votación en el pleno del Congreso. Esa irregularidad procesal es grave y deslegitima la acción congresal, pero igualmente graves son los asuntos de fondo ahí decididos.

Como se sabe, una mayoría del Congreso se resistió hasta el último momento a legislar para prohibir que personas con sentencias por delitos dolosos fueran elegidas para cargos públicos, incluido el de parlamentario. Tanto se resistía a eso que ni siquiera quiso admitir a debate esa propuesta. Sólo durante el fin de semana, y ante un mensaje del presidente de la República, se resignó a aprobar esa prohibición.

«Cuando se clausuró constitucionalmente el Congreso anterior, fue previsible que la nueva representación parlamentaria tendría una calidad tan lastimosa como la de la saliente, pues las reglas y procedimientos no habían cambiado.»

Esa negativa a adoptar leyes que moralicen la política en el Perú se ha expresado también, y con las mayores consecuencias, respecto del tema de la inmunidad parlamentaria. Una vez más, solamente ante la propuesta del presidente Vizcarra de someter ese tema a referéndum, el Congreso se resolvió a actuar sobre la materia, pero lo ha hecho de una manera que en realidad constituye una burla a la nación. En la práctica los congresistas han mantenido la inmunidad para ellos mismos mientras simulaban eliminarla, pues han aprobado conservar esa inmunidad respecto de “sus opiniones y votos” y también por “otras (actividades) inherentes a la labor parlamentaria”. Esto último, como es fácil comprenderlo, es un cajón de sastre y, por lo tanto, en realidad, preserva y reafirma la inmunidad que los congresistas fingen haber eliminado.

Y, por el contrario, sí han eliminado de manera efectiva la inmunidad para el Presidente de la República, los ministros de Estado (derecho a antejuicio), los magistrados del Tribunal Constitucional y el Defensor del Pueblo. Se trata, en suma, de un grotesco socavamiento del equilibrio de poderes y de una amenaza seria contra el sistema democrático.

Cuando se clausuró constitucionalmente el Congreso anterior, fue previsible que la nueva representación parlamentaria tendría una calidad tan lastimosa como la de la saliente, pues las reglas y procedimientos no habían cambiado. Esa previsión ha quedado plenamente confirmada. Y lo más preocupante es que, por su renuencia a hacer una reforma política significativa en alguna medida, los congresistas de hoy se están asegurando de que el próximo Congreso no sea mejor que el que ellos integran. Son noticias muy perturbadoras para la ciudadanía. La política peruana –y, por lo tanto, las expectativas de bienestar, de afirmación de derechos de toda población—sigue secuestrada por un conjunto de organizaciones que solo siguen dos consignas: la protección de sus miembros y el favorecimiento de sus pequeños e ilegítimos intereses.


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