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Editorial 9 de junio de 2020

Cuando el gobierno clausuró constitucionalmente el anterior Congreso, fueron mayoritarias las voces de conformidad y apoyo, pero fueron pocos los que creyeron seriamente que una nueva elección daría como resultado una mejor representación parlamentaria. Con las mismas reglas y, sobre todo, con las mismas organizaciones o con organizaciones con muy parecido origen y dinámica, no era razonable esperar un resultado distinto.

El desempeño del actual Congreso está confirmando esas previsiones poco optimistas. Ello no implica retrospectivamente, desde luego, que haya sido un error el cierre del anterior. Además de estar fuera de cuestión la legalidad de aquella decisión del Poder Ejecutivo, es claro que el país necesitaba superar el bloqueo político y el sabotaje a la lucha contra la corrupción y las reformas políticas que realizaban los grupos dominantes en aquel Parlamento.

Hoy, sin embargo, en un país que, como el resto del mundo, todavía busca respuestas para la severa amenaza de la pandemia de Covid-19, se evidencian las falencias del nuevo Congreso. Existe poca disposición o capacidad para coordinar una política conjunta con el Ejecutivo, y lo que se ofrece a cambio son leyes o propuestas de corte demagógico. A ello se suman los consabidos actos de aprovechamiento indebido del cargo y, en términos generales, una escasa voluntad o capacidad para ofrecer respuestas o los grandes problemas del país o a aquellos que, antes de la pandemia, aparecían como los más acuciantes: el desmantelamiento de las estructuras normativas e institucionales que permiten la corrupción en gran escala, y las reformas políticas que deberían hacer posible, precisamente, tener mejores representaciones parlamentarias en el futuro.

«La política continuará en manos de pequeños grupos de interés y la democracia estará en riesgo de serio descrédito entre la ciudadanía.»

Todo ello se encuentra comprensiblemente opacado por las urgencias que plantea la crisis sanitaria mundial. Las intensas discusiones sobre la reforma política que había hasta hace cuatro meses hoy ocupan poco espacio en el diálogo público en general y en los medios de comunicación en particular. La actividad del Ministerio Público para llevar ante la justicia a presuntos responsables de graves hechos de corrupción se ha visto sofrenada por la actual situación de cuarentena y tampoco está muy presente en la agenda de discusión cotidiana. Y, sin embargo, esos siguen siendo asuntos de primera importancia para la democracia del país, y estarán ahí, todavía esperando soluciones, cuando lo más grave de la actual crisis haya pasado.

Pero además de esos temas hay muchos más que demandan decisiones públicas serias, coordinadas, bien informadas. La pandemia ha puesto de relieve una serie de debilidades y vacíos en el marco normativo e institucional del Estado, vacíos que dificultan las respuestas oportunas a la diversidad de problemas y afectaciones que surgen de la crisis y de las medidas de contención. Las desigualdades persistentes y preexistentes, la precariedad del empleo y, por tanto, de los proyectos de vida, la inadecuación de ciertos procedimientos administrativos, las limitaciones de los gobiernos subnacionales, la insuficiencia de protecciones para ciertas poblaciones especialmente vulnerables, todo ello integra una amplia y heterogénea agenda que requiere, en grados distintos, acción ejecutiva, pero también legislativa.

Esta variedad de asuntos pendientes nos devuelve al problema de origen, un problema que, a la luz del desempeño del actual congreso, debería volver al primer plano de la discusión en medio de la amenaza sanitaria que enfrentamos: es el problema del colapso del sistema de decisiones públicas en el Perú –es decir, del sistema de mediación y representación política, sin el cual las necesidades y demandas de la población seguirán siendo desatendidas, la política continuará en manos de pequeños grupos de interés y la democracia estará en riesgo de serio descrédito entre la ciudadanía. Necesitamos reparar nuestros procedimientos, medios y capacidades para tomar decisiones vinculadas con el bien común.


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