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Editorial 15 de febrero de 2022

El día de hoy se cumplen treinta años desde el asesinato de María Elena Moyano cometido por la organización terrorista Sendero Luminoso. Se trata de un crimen ominosamente emblemático, un hito en la historia de la violencia armada.

Es un emblema y un hito, en primer lugar, por la extrema frialdad y la sevicia de los perpetradores. La inhumanidad de Sendero Luminoso aparece plenamente reflejada en todas las circunstancias de ese asesinato, que incluyeron la destrucción del cuerpo de la víctima.

Pero, además de ello, se encuentra el razonamiento que conduce a ese crimen, y que muestra que los extremismos nunca están realmente al servicio de la población necesitada o marginada, sino siempre al servicio de sí mismos. Pues, en efecto, al asesinar a María Elena Moyano lo que Sendero Luminoso pretendía, además de infundir terror, era liquidar un esfuerzo colectivo de bienestar y un proyecto político transformador de signo democrático.

Este aniversario nos llama, en primer lugar, a rendir homenaje a una auténtica líder democrática. María Elena Moyano fue una dirigente que asumió con entera valentía, cuando los riesgos para la propia vida eran enormes, tanto la lucha por los derechos sociales de sus vecinos como la oposición al proyecto totalitario, terrorista y claramente regresivo de Sendero Luminoso.

Pero, además, esta fecha es un llamado de atención sobre la necesidad permanente de la memoria en un momento en que, desde los dos extremos del espectro político, se alzan voces que niegan o justifican o simplemente banalizan los crímenes cometidos por agentes del Estado o por las organizaciones terroristas durante el conflicto armado interno. Toda relativización de los crímenes de Sendero Luminoso, toda invitación a cobijar el negacionismo bajo la excusa de la diversidad de las memorias es una ofensa a la memoria de las víctimas y a sus familiares y allegados. Del mismo modo, todas las acusaciones difamatorias de “terrorista” a quienes eleven la voz por sus derechos o en defensa de los derechos humanos –como la del congresista Jorge Montoya contra la exministra Gisela Ortiz, difamación hoy protegida por el Congreso– son un insulto a la sociedad peruana entera.

Conmemorar el sacrificio de María Elena Moyano de hace tres décadas debería llevarnos a reafirmar verdades rotundas, como la radical criminalidad de Sendero Luminoso y la perversidad de todo discurso o memoria que banalice o justifique sus crímenes. Pero esta fecha es también una severa requisitoria contra esos discursos de odio y estigmatización que hoy se han convertido en moneda corriente en la política peruana. Ni los discursos apologéticos de Sendero Luminoso ni los discursos de odio que estigmatizan todo reclamo legítimo de derechos y justicia deben tener cabida entre nosotros. 

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